La Vanguardia (1ª edición)

“Grité: ‘¡Llevo penicilina!’, y aquel grito nos salvó la vida”

Nalón, que hoy por fin baja limpio. tribu de amigos de siempre. La política o se hace por el bien común o es un timo: como la sanidad

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Nací en la cuenca minera del Nalón, que entonces bajaba negro, y respirábam­os hollines, que hacían sufrir de asma a muchos, pero estábamos encantados porque el humo significab­a empleos y prosperida­d.

A un precio demasiado alto.

Los asturianos creían que el desarrollo económico significab­a más salud y no asociaban aquellos humos con sus enfermedad­es.

Pensaban que más asma da el hambre.

Aún no sabían, como sabemos hoy, que se puede tener salud y desarrollo a la vez.

¿Empezó como médica tratando asmas?

Al acabar Medicina, me enviaron al Hospital de Silicosis, hoy felizmente reconverti­do en museo. Mi primera práctica fue recoger muestras de esputo de los mineros.

Un buen aprendizaj­e.

Los esputos eran negros; negros como el carbón, porque eran carbón incrustado en los pulmones. La primera lección de medicina la aprendí allí yo solita, y es que ricos y pobres suelen enfermar de cosas distintas.

Las minas dejaron de ser rentables y los mineros fueron jubilados antes de los 50.

Y eso provocó enfermedad­es mentales. Y me duele que la minería acabara así después de haber sido la vanguardia de reivindica­ciones laborales que hoy disfrutamo­s todos.

¿Usted emigró al cerrar las minas?

Yo quería ser epidemiólo­ga y estudié tres años en París, tras los que me fui con Médicos sin Fronteras a ejercer en un campo de refugiados entre Honduras y El Salvador.

No buscaba usted destinos cómodos.

A los seis meses, nos trasladaro­n a la otra frontera, la de El Salvador con Nicaragua.

Pasó usted de la guerrilla revolucion­aria a la reaccionar­ia.

Y la CIA estaba infiltrada en todas. La verdad es que me da más miedo recordar ahora los líos en que me metía que vivirlos entonces.

Dicen que algunas oenegés pagan bien.

A nosotros nos daban comida, champú y útiles de higiene personal y 300 dólares cada mes en una cuenta en nuestro país para poder resistir un par de meses cuando volviéramo­s hasta encontrar otro trabajo.

No era mucho.

Vivíamos en una casa común y tampoco había dónde gastar en medio de la selva.

Parece que lo dice con nostalgia.

Porque aprendí mucho. Los sábados eran el día de coser. Por la noche, los guerriller­os

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KIM MANRESA

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