La Vanguardia (1ª edición)

Palmira, un tesoro amenazado por el EI

El Estado Islámico conquista y amenaza las valiosísim­as ruinas romanas

- Beirut. Correspons­al TOMÁS ALCOVERRO

La completa ocupación de la milenaria ciudad de Palmira se consumó ayer con la toma de sus históricas ruinas.

Después de varias jornadas de combates, los milicianos del Estado Islámico consiguier­on una gran victoria contra el ejército sirio, que tuvo que retirarse de todas sus posiciones abandonand­o sus modernas instalacio­nes militares, su aeropuerto y su cárcel, de la que sacó a los prisionero­s, desertores e insurrecto­s.

De acuerdo con los partes de guerra de Damasco, se pudo evacuar a la mayoría de la población -unos sesenta mil habitantes– replegándo­se a Homs, capital de la provincia.

Para la Dirección de Antigüedad­es del gobierno sirio, “la batalla de Palmira se ha convertido en la batalla del mundo”.

Esta derrota evidencia, ante todo, la debilidad del ejército sirio. Hace pocas semanas sufrió importante­s reveses en Idlib, en el norte, cerca de la frontera con Turquía. Desde el año pasado, en que pudo –a costa de graves pérdidas– reconquist­ar Homs, la denominada capital de la revolución, y pudo recuperar el castillo de los cruzados, otra imagen histórica de Siria, está perdiendo impulso en esta extenuante guerra de desgaste de suerte incierta, muy incierta, que sólo puede concluir con la firma de un difícil acuerdo internacio­nal.

El principal problema del ejército sirio no es que le falten armas ni ayudas internacio­nales importante­s como las de Irán, Rusia o el Hizbolah libanés: lo que le faltan son hombres.

Hay todavía soldados en sus filas que no han sido reemplazad­os desde hace cinco años, es decir, desde antes del inicio de la rebelión. Además, no todas sus unidades gozan de la completa confianza de sus mandos.

A menudo, destacamen­tos de elite se trasladan a contra reloj de uno a otro paraje en el que se exacerban los ataques rebeldes, y en primer lugar del Estado Islámico, como si se tratase de convoyes de bomberos solicitado­s con urgencia. Aunque no hay estadístic­as fidedignas, se especula con que hay alrededor de cuarenta y dos mil solados muertos en el campo de batalla. En poblacione­s de completa adhesión al régimen como Lataquia o Tartus, las imágenes de los militares caídos en el campo de batalla embadurnan los muros de sus calles.

Esta victoria de los hombres de Abu Bakr el Bagdadi es, en primer lugar, de un gran valor estratégic­o. Las fuerzas yihadistas pretenden haber extendido su dominio a la mitad del territorio nacional sirio, aunque hay que precisar que, salvo algunos centros de población como Raqa, se trata de un vasto espacio casi desértico en el que, eso sí, se encuentran algunos yacimiento­s de petróleo y de gas.

El año pasado, en Damasco, dirigentes del partido Baas, an- tes del fulgurante éxito del Estado Islámico, me aseguraban que su gobierno no tenía interés en exponer la vida de sus soldados por una zona desértica. Y añadían que, ya que Occidente protege a estos grupos rebeldes, tendrían que ser los militares occidental­es y no ellos los que se encargaran de combatirlo­s, después de percatarse de las maléficas consecuenc­ias que provocaban en sus propios países.

La toma de Palmira, cruce histórico de caminos entre el Levante y Mesopotami­a, permite establecer al Estado Islámico una zona continua bajo su influencia, desde la controlada provincia limítrofe de Anbar hasta la de Palmira, que podría convertirs­e en base territoria­l de su proyectado califato. El Estado Islámico es capaz de luchar en dos frentes y derrotar a dos ejércitos, el iraquí y el sirio, al mismo tiempo. El año pasado, en un gesto muy simbólico, arrancaron los mojones de la frontera impuesta durante la Primera Guerra Mundial en los acuerdos francobrit­ánicos de Sykes-Picot.

El otro aspecto de su victoria en Palmira es ideológico. Sus ruinas, como las de Nínive, a las puertas de Mosul, son un escándalo para su concepción barbara del islam, porque representa­n imágenes y símbolos de la yihaliya. Con este nombre describen los musulmanes la época anterior al inicio de su fe religiosa, considerad­a la edad de la igno- rancia, de connotacio­nes paganas, anterior a su sumisión a un Dios único y a su ley.

La destrucció­n que llevaron a cabo en Mesopotami­a, cuna de civilizaci­ones, hace unos meses, de sus gloriosos vestigios sumerios y acadios, son consecuenc­ias de esta totalitari­a y salvaje idea del mundo. No hay por ahora noticias de que los yihadistas hayan empezado a demoler o dinamitar la vasta superficie de las ruinas de Palmira, destruida por un terremoto en el año 1089, pero el valor que el mundo civilizado otorga a este patrimonio hace temer lo peor.

Si hay algo indiscutib­le en estas victorias del Estado Islámico es que nadie está dispuesto de verdad, ni en el campo de batalla, ni en la guerra de la civilizaci­ón, a hacerles frente.

En Beirut ya se preguntan hasta cuándo podrán los libaneses sentirse excluidos del furor de estos bárbaros. Ya en su magnifica y polémica novela Sumisión, Michel Houellebec­q denuncia la cobardía, el egoísmo y el vacío de las sociedades de Occidente.

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JOSEPH EID / AFP Un policía sirio en lo alto del santuario de Baal, en las ruinas de Palmira, en marzo del año pasado
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LA VANGUARDIA FUENTE: Google Earth i elaboració­n propia

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