Entre Oriente y Occidente
La Unesco advierte que la destrucción de Palmira sería una gran pérdida para la humanidad
Hace mas de cuarenta años visité por vez primera Palmira, Tadmur, o pueblo de los dátiles en árabe. Entonces el modesto hotel Zenobia con sus destartaladas habitaciones, con ventiladores de aspa, era el único albergue para viajeros y turistas. En otro viaje estuve a punto de ser tragado por una tempestad de arena en la carretera . Mi conductor hacía avanzar el automóvil en pleno desierto y no recuerdo el tiempo que nos hizo falta para llegar a la milenaria ciudad. La última vez fue durante un viaje oficial de los Reyes de España Juan Carlos y Sofia cuando en su anfiteatro romano se organizó un espectáculo folclórico con tribus beduinas del lugar. Nadie podía imaginar entonces que el fuerte régimen baasista de Damasco pudiese ser derrotado un día en la mítica capital de la reina Zenobia, llamada la Cleopatra de Siria.
El apogeo de esta metrópoli del desierto coincidió con su reinado durante el tercer siglo de nuestra era. Imaginen una ciudad de centenares de columnas que orillan sus avenidas y las estatuas de sus notables y potentados sobre sus adosadas repisas. Había mas de doscientas estatuas en las columnatas, en los muros del ágora. Magistrados, capitanes, guías de caravanas posaron ante los artistas para que esculpiesen sus estatuas. En medio de la población se levantaban cuatro colosales estatuas de granito ofrecidas por Alejandría, representando divinidades y otros tantos obeliscos que indicaban los puntos cardinales.
La eventual destrucción de este tesoro histórico y artístico “será una gran pérdida para la humanidad”, según advirtió ayer Irina Bokova, directora general de la Unesco. “Debemos proteger estos restos increíbles de la historia”, añadió.
El gusto por las exhibición ostentosa, un rasgo muy oriental, impregnó la vida urbana de esta Palmira construida sobre un cruce de caminos, junto a un oasis, en la ruta de la seda, y no es ninguna metáfora, entre Oriente y Occidente, en medio del desierto, atravesado por las caravanas que transportaban desde el océano Índico al Mediterráneo especias, perfumes y marfil.
Su existencia se mantuvo en un equilibrio inestable entre los grandes imperios enemigos, Roma y Persia. Su fortuna originaria fue- ron las fuentes de agua termal, de Afka, que el moderno hotel Meridien supo recuperar en su visitado subsuelo. La rebelión de Zenobia contra Roma acabó con la ciudadestado, con aquella verdadera torre de Babel poblada de egipcios, persas, indios y numerosos griegos. La reina de Oriente se convirtió, tras su derrota , en prisionera del emperador de Occidente.
Sorprendían las ruinas por su extensión –alrededor de seis kilómetros cuadrados– y su buen estado. Por la larga calle porticada y traspuesto el arco triunfal, los lugareños vendían sus mercancías, tapices, telas, enmohecidos puñales, sobre capiteles y truncadas columnas.
Palmira, sepultada durante siglos bajo las arenas, generó a su la- do un poblado de cuarenta mil habitantes. Desde el viejo fuerte árabe erigido en la colina se contemplan las ruinas, el pueblo, el oasis, el desierto…
Nunca más pude regresar a la ciudad. Todas las veces que lo intenté desde Damasco su situación era incierta por los ataques de los rebeldes, antes de la aparición de los desalmados yihadistas, que acechaban su carretera o bien hostigaban a la población.
Ahora, como tantas otras ciudades del Oriente Medio, se ha convertido en una ciudad prohibida.
La reina Zenobia, la Cleopatra de Siria, llevó Palmira a su esplendor pero sucumbió ante Roma