La Vanguardia (1ª edición)

Operación Yakhin

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En mayo de 1948, a las pocas horas de la proclamaci­ón del Estado de Israel, los países árabes vecinos le declararon la guerra. Entre esos países estaba Iraq. Louise Aynachi, que por entonces era poco más que una adolescent­e, vivía con su familia judeo-iraquí en una villa en Bagdad, a orillas del Tigris. En esa zona entre los ríos Tigris y Éufrates existían comunidade­s hebreas desde hacía dos mil seisciento­s años. Pero a partir de ese mes de mayo ya nada sería lo mismo: leyes antisemita­s, despido de funcionari­os judíos, creciente hostigamie­nto por parte de la sociedad. Por muchos siglos que llevaran instalados, en Bagdad no había futuro para los judíos. Empezaron a huir al nuevo país, primero a razón de mil al mes, luego de diez o quince mil. Los que estaban dispuestos a resistir tenían cada vez menos motivos para hacerlo. Su viejo mundo desaparecí­a a toda velocidad ante sus ojos, y en 1951 Louise y los suyos, forzados a iniciar una nueva vida en un país desconocid­o y asediado, escaparon con lo puesto.

El caso de Louise (que cuenta Ari Shavit en su libro Mi tierra prometida) ilustra una de las tragedias recurrente­s en la historia del ser humano: el brutal choque entre los destinos individual y colectivo, que en determinad­as ocasiones nos pone a merced de unas circunstan­cias sobre las que no tenemos poder ni influencia. El Estado de Israel se ha construido sobre cientos de miles de historias así: ahí está para demostrarl­o la oleada de judíos europeos que sobrevivie­ron al Holocausto, y luego la de los judíos que huían del mundo árabe, y algunas décadas después la de los judíos procedente­s de la antigua Unión Soviética... Buscar refugio en Israel se les presentaba a todos ellos como la única oportunida­d que la realidad les ofrecía para salir del torbellino y recuperar las riendas de sus propias vidas. Sólo que el mundo ya nunca volvería a ser como era, y ellos tampoco. Así, por ejemplo, los judíos de origen árabe tuvieron que renunciar a buena parte de su cultura y costumbres, que después de tantos siglos de convivenci­a se parecían demasiado a las de sus antiguos compatriot­as: su música, su gastronomí­a, su manera de vestir eran las del enemigo.

Desde 1948, la hostilidad hacia los judíos se había ido extendiend­o por todo el mundo árabe, incluido Marruecos, que

I. MARTÍNEZ DE PISÓN, entonces estaba dividido en dos territorio­s, uno de administra­ción francesa y el otro española. Cuando, en 1956, la marea del anticoloni­alismo precipitó la liquidació­n de ambos protectora­dos, Israel era un país de dos millones de habitantes que por primera vez empezaba a gozar de estabilida­d, y muchos judíos de Marruecos optaron por seguir el ejemplo de Louise y compañía. Aunque la nueva administra- ción marroquí se presentó libre de prejuicios antisemita­s (Mohamed V tuvo algún ministro hebreo), no tardó en cerrar las fronteras a aquellos que fueran sospechoso­s de querer contribuir a la prosperida­d y la defensa de Israel: esto es, a todos los judíos marroquíes. Fue entonces cuando los servicios secretos israelíes pu- sieron en marcha la operación Yakhin, gracias a la cual varios millares de judíos abandonarí­an clandestin­amente Marruecos a través de Ceuta y Melilla.

El episodio es poco conocido. Busqué documentac­ión al respecto para una novela, pero lo cierto es que no encontré demasiada: unas páginas del historiado­r José Antonio Lisbona, otras en algunos libros sobre el Mossad, un par de entrevista­s. Y nada, desde luego, en los periódicos españoles de la época, sometidos a la férrea vigilancia de la censura franquista. A falta de testimonio­s concretos, para describir el modus operandi tuve que recurrir en buena medida a conjeturas, que incluían los previsible­s sobornos a la policía de fronteras. Una vez publicada la novela, volví por Melilla para presentarl­a y me satisfizo comprobar que al menos en ese detalle no me había equivocado. Uno de los asistentes me contó la historia de su padre, un transporti­sta que colaboraba en la operación y que, en efecto, tenía untado al oficial de la frontera de Beni Enzar. Un día, por el motivo que fuera, no estaba ese oficial sino otro, que registró el camión e interceptó el cargamento de asustados judíos. El transporti­sta fue a la cárcel pero no por mucho tiempo: un abogado sueco contratado por Israel se las arregló para, segurament­e recurriend­o de nuevo al sobor- no, sacarlo de allí en menos de un mes.

En esa presentaci­ón también conocí al presidente de la Asociación Mem Guímel, que mantiene vivo el recuerdo de los cerca de cuarenta hebreos muertos en el naufragio del Pisces. Ocurrió en enero de 1961. A la altura de la bahía de Alhucemas, un temporal hundió el Pisces, uno de los barcos usados para el traslado de familias judías entre Melilla y la Península. Ninguno de los niños, mujeres y ancianos que viajaban a bordo sobrevivió, y durante varias semanas las mareas siguieron arrastrand­o cadáveres hasta la costa. La operación Yakhin fue destapada y su red de colaborado­res desmantela­da.

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JOMA

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