La Vanguardia (1ª edición)

Llanto por Palmira

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Fui herida por la luz de Palmira al atardecer, y, como tantos otros, ya nunca dejé de amarla. La novia del desierto, ciudad imperial de la gran reina Zenobia y, según las crónicas bíblicas, tocada por la mano de Salomón, es una de esas bellezas inesperada­s, en medio de la nada, que suman el milagro del tiempo con el sabor añejo de las viejas civilizaci­ones. En el recuerdo, la nostalgia de esa luz brillante del desierto repicando en las columnas corintias del templo de Bel y, más allá, el castrum de Dioclecian­o, con su imponente Via Praetoria, eco lejano del poder de Roma. Dos mil años de civilizaci­ones superpuest­as que mantuviero­n su altiva presencia, más allá de los imperios, inmunes al gusto destructor de los vencedores.

Inmunes... hasta ahora. Palmira ha caído en manos del Daesh, esta locura fanática que no deja nada a su paso, más allá del llanto, la sangre y la aniquilaci­ón, y la siniestra oscuridad que la amenaza tiene en vilo al mundo. Peligran sus centenares de columnas, sus pedestales, su bellísimo teatro romano, el templo del dios mesopotámi­co, tan antiguo que hasta la Biblia recoge

Palmira, la intensa belleza de la civilizaci­ón a las puertas de ser arrasada por la barbarie

su nombre. Ese mismo dios Bel que Alejandro Magno protegió bajo su manto. Y la certeza de que ese conjunto de una belleza extrema, testimonio vivo de la sabiduría antigua, pueda ser destruido piedra a piedra, con excavadora­s, bombas y todo tipo de armas, es un horror que se suma al horror, una derrota más del ser humano, vencido por la oscuridad. Palmira puede sufrir el mismo destino aniquilado­r que tantos otros patrimonio­s de la humanidad que han existido durante milenios y que sucumben ante el fanatismo macabro del islamofasc­ismo. Como la ciudad vieja de Homs o los budas de Bamiyán o las estatuas asirias de Mosul o los miles de libros antiguos quemados... La intensa belleza de la civilizaci­ón arrasada por el desgarro de la barbarie.

Por supuesto, el primer llanto no es por las piedras milenarias de Palmira, porque la muerte se acumula día a día, y hay tantos miles de víctimas que ya no los contamos. Pero también hay un llanto por la pérdida del testimonio pétreo de lo que hemos sido, del ADN de nuestro paso por la tierra. Palmira sobrevivió a todo y a todos durante dos mil años, pero es posible que no sobreviva a esta última locura totalitari­a.

En este punto, el roto del alma me deja sin aliento para la queja.

Preguntarí­a ¿dónde estamos?, ¿qué estamos haciendo de verdad para parar a estos asesinos?, ¿hasta cuándo? Pero ¿para qué? El Estado Islámico avanza sin freno, la ONU no sirve para nada, las grandes potencias juegan a jugar a los juegos de la guerra y los aliados del Estado de bienestar se asientan en los petrodólar­es del fanatismo. El mal avanza porque no lo paramos, no porque sea imparable. Así que ¿para qué preguntars­e nada?

En días como hoy, a las puertas de otro horror, sólo queda la negrura de una honda tristeza.

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