La Vanguardia (1ª edición)

Votante indecisa al desnudo

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Hola. Creo que soy una de las numerosas votantes indecisas que determinar­emos la victoria de quien finalmente gane. Formo parte, por tanto, de un grupo al que se está dando un protagonis­mo tan inmerecido como sofocante, un exceso de responsabi­lidad, decisivo en nuestra indecisión. Aunque no estoy segura del todo. Quiero decir que quizá sí que sé a quién voy a votar, pero no quiero decírmelo. Tal vez hay algo en mí que no quiere desvelarse hasta el último momento. Un cierto regusto por alargar el suspense interior, por deshojar la margarita de mis razones, por no saber qué plato escoger en los restaurant­es ni qué nombre ponerle a un gato; masticar cualquier bocado antes de tragarlo. Es de sobra conocido que el pensamient­o humano es capaz de este tipo de disociacio­nes. Puedo imaginarme llegando el domingo a mi colegio electoral con los pasos decididos y los votos perfectame­nte afilados, para introducir­los en sus ranuras con una precisión que quita el aliento. Pero también puedo verme manoseando distintas papeletas durante horas, escondida detrás de la cortina para respirar un rato y luego volver a merodear entre los otros votantes, espiando sus movimiento­s resueltos con envidia, mendigando en miradas desconocid­as un brillo que ilumine mi perplejida­d. Puedo verme rozando la hendidura de la urna con una papeleta sudorosa, para retirar la mano un segundo antes de su introducci­ón final. Puedo imaginarme mucho más tarde sentada en el suelo, exhausta de indecisión, o reptando por el pavimento, hasta coger por las solapas al presidente de mi mesa en el momento del cierre del colegio, suplicando sólo un minuto más. Señores estrategas de la cosa electoral, si los votos de las gentes como yo van a determinar las victorias, aquí tienen un pequeño ejemplo de nuestros cerebros deshilacha­dos, para disecciona­rlo al gusto.

Si bien debo decir, para colaborar con veracidad en la disección, que dentro del amplio grupo al que pertenezco, mientras ignoro las disyuntiva­s de mis socios desconocid­os, las mías se debaten sólo entre las opciones de izquierdas. Sé, por lo tanto, con incongruen­te seguridad, a quiénes no quiero de ninguna manera ver ganar. Tal vez esta negación sea el movimiento más poderoso de mi indecisión. La causa, incluso. Una diatriba entre lo que sería un voto útil –que sumara contra la victoria de las derechas, haciendo cábalas con las encuestas– y el deseo de hacer las cosas con un poco más de enjundia o fe. Una cosa, esta última, de la que también carezco. Y votar sin fe es algo así como esbozar un ensayo, arañar un intento, acariciar una pequeña posibilida­d.

Votar sin fe es algo así como esbozar un ensayo, arañar un intento, acariciar una pequeña posibilida­d

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