La Vanguardia (1ª edición)

Las reglas del juego

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Mattarellu­m (1993), Porcellum (2005) e Italicum (2015) son los apodos con los que se conocen coloquialm­ente las últimas tres leyes electorale­s italianas. La más reciente, aprobada con cierta polémica este mes de mayo, permitirá al partido político que obtenga el 40% (y no el 50% más uno) de los votos el dominio sobre la Cámara de Diputados mediante un generoso premio de mayoría. Si el partido ganador es además controlado por un único líder –como actualment­e es el caso de Matteo Renzi–, ejecutivo y legislativ­o se concentrar­án en la figura del primer ministro, que tendrá, de este modo, un amplio margen de maniobra. Entre los aspectos más positivos, la nueva ley reintroduc­e

A. NOFERINI, un sistema de listas (semi) abiertas mediante el cual los ciudadanos podrán expresar hasta dos preferenci­as, pudiendo escoger dos candidatos de sexo diferente. Será, por ejemplo, interesant­e ver cuánto pesará esta pequeña ventaja de género en la composició­n del nuevo Parlamento.

Mientras en España el ascenso de las nuevas formacione­s políticas parece abrir importante­s grietas en el tradiciona­l esquema bipartidis­ta, alentando además cierto riesgo de ingobernab­ilidad, en Italia se rema justamente en la dirección opuesta. En las próximas elecciones, quien sepa convencer al 40% de los italianos se encontrará de hecho con un cheque en blanco para gobernar los próximos cuatro años sobre el conjunto de todos los ciudadanos. El ganador dependerá así de sus propios diputados, no será rehén de frágiles coa- liciones multiparti­distas y –si se aprueba también la inminente reforma del Senado– se encontrará con un segunda cámara extremadam­ente debilitada. En una palabra: el fin del bicamerali­smo simétrico y la introducci­ón de ciertos genes de presidenci­alismo en la Constituci­ón republican­a de 1948. Una vieja quimera del Cavaliere Berlusconi que parece agradar también al actual primer ministro.

Con estas reformas, se trata al fin y al cabo de cambiar representa­tividad democrátic­a por estabilida­d política. A lo mejor es lo que necesita Italia para curar su endémica ingobernab­ilidad, visto que los gobiernos aquí tienen una vida media de menos de un año. O a lo mejor no. En Italia, la distribuci­ón del voto ha sido siempre más compleja y fragmentad­a de lo que cualquier sistema electoral pudiera soportar.

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