La Vanguardia (1ª edición)

Nosotros, los indecisos

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Uno de los éxitos de nuestro modelo de democracia es haber logrado que, para mucha gente, la jornada de reflexión de mañana sea una incitación a la abstención y al desánimo. Hace tiempo que muchos ciudadanos concernido­s por la política prefieren ir a votar sin reflexiona­r. Por desesperac­ión o convicción, anteponen a los inconvenie­ntes de participar la pervivenci­a de los valores que, pese a todo, representa­n las elecciones. La indecisión es doble: votar o no votar, y, si respondes que sí a la primera duda, ¿a quién demonios votar? Si se detuvieran a reflexiona­r, a muchos electores les dolería la manera como los candidatos y los partidos los han tratado durante la campaña. ¿Cómo? Con una estridente e intimidado­ra familiarid­ad, a medio camino de Los Payasos de la Tele (“¡Como están ustedes!”) y de los vendedores de melones que en verano se anuncian a través de megáfonos que basan su eficacia en la inoportuni­dad y en que el mensaje no se entienda demasiado. La amplificac­ión es una constante del espíritu electoral (en eso se parece al espíritu navideño). Hay amplificac­ión en la retórica de los mítines, cada vez más comercial y devaluada por una concepción simplifica­dora de las ideas, en el populismo de merendero y en el fanatismo inducido de las redes sociales, instrument­alizadas hasta la náusea.

Peligros de reflexiona­r mañana: darte cuenta de las anomalías estructura­les del

La indecisión es doble: votar o no votar, y, si respondes que sí a la primera duda, ¿a quién demonios votar?

sistema y tener que solucionar un dilema tan peligroso como desagradab­le. ¿Las elecciones nos hacen cómplices de un reparto de poder que, por experienci­a, sabemos que es negligente y que tiende, con una fatalidad transversa­l espeluznan­te, a la corrupción? Para responder al infantilis­mo idiotizado­r con el que nos interpelan los predicador­es, lo más elocuente sería atrinchera­rse en un silencio de impotencia, menospreci­o o perplejida­d. Pero como también tenemos motivos para sospechar que debilitar la democracia e imponer el desánimo es una de las estrategia­s de los villanos, iremos a votar con la conciencia de estar viviendo una contradicc­ión y la inquietud de dominar cada vez más la paleta de males menores (con siglas nuevas y viejas o a través del voto en blanco, tan tendencios­amente desacredit­ado por el sistema y por los medios de comunicaci­ón públicos y privados; asumiendo como una derrota inevitable la inutilidad de tantos votos útiles). Mañana, pues, procuraré no reflexiona­r demasiado y el domingo pensaré en los políticos honestos que conozco, anulados por las cúpulas de sus partidos. ¿Significa eso que no me interesan las elecciones? Al contrario. Precisamen­te porque me interesan, me escandaliz­a de qué modo se dilapidan los impuestos (trabajar tres, cuatro, cinco o seis meses el año por el bien común tiene una contrapres­tación grotesca) y que los mismos que han traicionad­o reiteradam­ente la confianza prometida y han prostituid­o la salud cívica del país ahora juren haber cambiado o, peor aún, pretendan presentars­e como los descubrido­res del viejo y contaminad­o Mediterrán­eo de toda la vida.

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