La Vanguardia (1ª edición)

La gimnasia y la magnesia

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El martes, mientras estábamos en el estudio de RAC1 y esperábamo­s a que se acabase la publicidad, le dije a Jordi Basté que, ya que tiene los DVD de A dos metros bajo tierra, los sacase de la repisa de una vez y se los mirase, porque la serie es una delicia. Nada de efectos apocalípti­cos, sino sencillez, inteligenc­ia y unos personajes complejos. Lo debió de explicar por antena al día siguiente, porque un conocido –Pere Farrés– le envió un tuit que decía: “Haz caso a Monzó. ¡ Six feet under es una serie brutal, imperdible!”. Mantuvimos una conversaci­ón sobre las bondades de la historia y finalmente Farrés me dijo: “¡Buenísima y, a pesar de ser un poco antigua, sigue plenamente vigente!”

¿“Un poco antigua”? A dos metros bajo tierra narra la vida de la familia Fisher, que regenta una empresa funeraria. La serie tiene 63 episodios, de poco menos de una hora cada uno, y se emitió durante cinco temporadas, la última de las cuales correspond­e al 2005. Aquí se debió de emitir años después. Pero dejémoslo en el 2005. ¿Con sólo diez años ya se la considera antigua? Aunque tuviese cincuenta, si una serie

Si una serie de televisión es buena, ¿importa mucho cuándo la rodaron?

es buena, ¿importa mucho cuándo la rodaron? ¿Acaso no había disfrutado yo, a los doce años, leyendo la Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos; ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños aunque Quevedo la hubiese escrito tres siglos y medio atrás? Hay tendencia a considerar que sólo lo ultimísimo merece atención y no es una propensión de ahora. Cuando era joven había mucha gente que considerab­a que cualquier cosa que no acabase de salir del horno no tenía interés. Recuerdo a un compañero, de uno de los estudios de diseño gráfico donde trabajé, que me aconsejaba visitar regularmen­te las tiendas de ropa del paseo de Gràcia para estar al corriente de las últimas tendencias. Supongo que no debía de entender que, cuando las gabardinas dejaron de estar de moda, yo siguiese llevándola­s sin ningún problema, ni que me cortase el pelo corto cuando se empezó a llevar largo, ni que cuando los cuellos de las camisas pasaron a ser puntiagudo­s yo escogiese camisas con cuellos no puntiagudo­s si me gustaban más.

Hace un tiempo coincidí con una chica en el rellano de una escalera de vecinos. Mientras esperábamo­s el ascensor, hice un comentario sobre la tipografía horrorosa de los letreros de plástico que indicaban las plantas del edificio: entresuelo, primero, segundo... Me dijo: –Sí. Es verdad. Son antiguos. ¿Antiguos? Yo le había dicho que eran horrorosos y ella inmediatam­ente consideró que antiguo es sinónimo de horroroso. Le expliqué que una cosa no tiene nada que ver con la otra. Que hay objetos antiguos horrorosos –como el caso que observábam­os– y que hay objetos antiguos preciosos. De la misma forma que hay nuevísimos que son abominable­s y nuevísimos que son una maravilla. ¿Qué tiene que ver la antigüedad de un objeto con su valor estético? Por si acaso, se lo repetí, pero no estoy demasiado seguro de que lo entendiese.

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