El racismo guay
Los expertos en sida suelen repetir que flaquear en la prevención puede ser catastrófico a la hora de combatir la enfermedad. Lo mismo ocurre con el racismo. De un tiempo a esta parte, el humor racista o el racismo a secas parecen haber recuperado parte del terreno perdido. Con creciente normalidad, circulan chistes y comentarios xenófobos. Ejemplos: visita oficial de la reina Letizia a Honduras y, en una tertulia televisiva, se comenta que “la primera dama de Honduras parece la chacha de Letizia”. Tras la victoria de Ada Colau en las municipales también abundan los análisis tabernarios que explican así el resultado: “La han votado los panchitos”. Una serie de humor estrenada hace poco o vídeos cool que arrasan en YouTube incorporan chistes sobre negros o alusiones despectivas a la estatura de los peruanos. Parece que la parodia racista ha triunfado tanto que, en vez de servir como referencia de lo que no se debe hacer, ha sufrido una mutación que ha eliminado la prevención y, en nombre de la audiencia, fomentado la incontinencia. Personajes como Torrente o Colmenero (de la serie Aída) han basado parte de su tirón en acumular tópicos de la abyección xenófoba. En principio, los límites de estos estereotipos estaban claros. Pero la percepción de la parodia ha su-
El humor racista o el racismo a secas parecen haber recuperado parte del terreno perdido
frido una frankeinsteinización que ha transformado en impune y literal lo que, en teoría, pretendía ser paródico y metafórico.
El humor racista siempre ha existido. Todos conocemos a alguien que habitualmente cuenta chistes sobre negros, judíos, árabes o catalanes y que, como máximo, avisa de que el chiste es racista, como si eso le justificara. Contra el miedo a la diferencia o el rechazo instintivo, el humanismo ha inventado mecanismos de conciencia y autocontrol y se ha esforzado en arrinconar los prejuicios, legítimos, al ámbito más inocuo de la intimidad. En otras palabras: el antirracismo se educa y se entrena. Y el humor puede ser un buen vehículo, incluso cuando fuerza la parodia al límite, para combatirlo (como hacía, en un ámbito más social, el Tito B. Diagonal de Jordi Estadella). Cuando la cadena formada por escuela, familia y medios de comunicación actúa con un mismo objetivo, la contención del racismo no es utópica. Pero, como pasa con el sida, hay momentos en los que la sociedad flaquea y los riesgos aumentan. La paradoja es que hoy hay humoristas y comentaristas que pueden ser activos en oenegés sensibilizadas contra la xenofobia y considerarse progresistas pero que desbarran al hablar de chinos o gitanos sin que se les active ninguna señal de alarma. Las razones de este fenómeno tendrán que ver, supongo, con la precariedad laboral, la ausencia de controles de calidad, la esencia incontrolable de las redes sociales y el culto a una espontaneidad que multiplica el riesgo de incendio. Y no deja de ser curioso que se hayan instaurado protocolos garantistas de corrección política antirracista en los espacios informativos y que, en cambio, el entretenimiento integre cada vez más el racismo grotesco no como pretexto de denuncia sino como plataforma de una comicidad denigrante, primaria y peligrosa.