La Vanguardia (1ª edición)

Nómadas del hierro

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Sobep al Mohamed, un mauritano negro de barriga enorme y con pinta de bonachón, no deja de sonreír mientras asesta machetazos en la cabeza de tres corderos muertos. Cada golpe en el cráneo del animal se funde con el crujir de su mesa de trabajo, un tablón de madera a resguardo del sol por una lona de pieles secas. Del suelo, donde se mezclan vísceras, pezuñas y excremento­s, emana un hedor multiplica­do cien veces por el calor. Es mediodía y Al Mohamed empapa de sudor su camiseta vieja del Valencia. Mi intento de encontrar complicida­d en el fútbol termina en agua. “¿España? Mi madre y mi padre nacieron en el Sáhara, yo no conozco nada más”, dice.

Al Mohamed trabaja en los mataderos informales a las afueras de Zuarat, la ciudad más importante del desierto en el norte de Mauritania, donde desangra corderos siguiendo los métodos de sacrificio establecid­os por el islam. Como gran parte de Mauritania, es pobre y echa de menos el desierto. Aunque tradiciona­lmente la mayoría de la población mauritana era nómada —antes de la independen­cia de Francia en 1960, el 65% de la población; ahora, sólo un 10%—, las sequías de las décadas de los setenta y ochenta empujaron a muchos a la ciudad. Cuando le pregunto por el Sáhara, a Al Mohamed le brillan los ojos. “El desierto es más bonito que todos los países del mundo, es el lugar más bello del universo”, dice. Uno de sus colegas del matadero le escucha, diría que emocionado porque asiente solemne, pero luego agarra de las orejas dos cabezas de ovejas muertas y se las coloca en los hombros para que le haga una foto.

Del tamaño de Francia y España juntas, la República Islámica de Mauritania es un país vacío –apenas 3’5 millones de habitantes– y reciente: a principios del siglo XX y hasta su independen­cia era sim- plemente una parte del África Occidental francesa. Sí son antiguos sus pueblos, su cultura y sus historia. El orgullo y el sentido de la justicia o el honor de los mauritanos beben de los siglos en que sus tierras formaron parte de algunos de los imperios más poderosos de África, como el imperio de Ghana, de Mali o el Songhay.

Ciudades como Tichit, Walata, Tombuctú o Gao (estas dos últimas en territorio maliense) fueron puntos estratégic­os del paso de las caravanas cargadas de oro, sal, goma, especias o esclavos y conservan el aroma de sabiduría que dejó el intercambi­o. Aquel conocimien­to todavía resiste en su arquitectu­ra refinada o en sus biblioteca­s llenas de libros y legajos

“Mi padre y mi madre nacieron en el Sáhara y yo no he conocido nada más” China, vista la riqueza mineral y pesquera de Mauritania, es ya su principal socio

sobre ciencia, religión o historia.

El pastor beduino Waer Ebedu es hijo de ese legado. Sentado a la sombra de una palmera, estrecha la mano del periodista y ofrece unos dátiles. A su espalda, se oye un concierto de berridos. Waer se dedica al comercio de camellos y es dueño de un corral de alambre junto a la carretera que lleva a Zuarat. Se ajusta su turbante verde antes de contestar lo evidente: “Sí, claro, he atravesado muchas veces el desierto, lo conozco como si fuera mi mano”, explica. Cuando su rebaño de medio centenar de camellos se alborota, se acerca al líder de la manada y le susurra unas palabras cerca del hocico para calmarlo. “Mi vida son los camellos aunque podemos pasar temporadas en la ciudad cuando la situación está tranquila”.

No siempre lo está. A finales de la década de los ochenta hubo graves enfrentami­entos raciales entre las etnias árabe moras o beduinas y las etnias negro-mauritanas. Esa tensión aún no se ha apagado del todo, pero ahora el terrorismo es la principal amenaza. La inestabili­dad de su vecino Malí y la dificultad de controlar una frontera hundida en el Sáhara le dejan a tiro de los grupos yihadistas del Sahel. Aunque menos que antes. Para el responsabl­e de la policía de Zoua-

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