Variaciones del proceso
Tras el gatillazo provocado por la reforma estatutaria, superada la fase efervescente del independentismo, nuestra política ha entrado en una dinámica espasmódica. Difícilmente la modificará el resultado de la consulta que hoy celebra Unió. Más bien mostrará, otra vez, uno de los vectores que han vivificado el proceso: la fractura de las fuerzas que han representado el grueso de los catalanes desde la transición. Nada invita a pensar que el tiempo de mutación de los partidos, imbricado a la crisis del Estado de 1978, acabe cuando el partido democristiano recuente sus papeletas. Más que la ilusión de ayer o el emprenyament de anteayer, más allá del voluntarismo de miles de persones que han hecho causa esperanzada de la ruptura, la sensación creciente seguirá siendo la de una incertidumbre desgastadora (contemplada por el Gobierno español con aparente complacencia mientras esperamos el retorno de septiembre, la vida perdurable, amén).
Hace unos días, a propósito de la pregunta de Unió, esa incertidumbre se instaló en el programa de Josep Cuní. Temiendo por el mareo de la audiencia, el periodista pidió una definición de qué se entiende por “el proceso”. El espectador Xevi Reig hizo esta propuesta: “Voluntad de cambio democrático hacia el Estado propio promovido por la sociedad civil catalana y apoyado por una mayoría del Parlament”. La harían suya la mayoría de personas solidarias del discurso y las iniciativas de la ANC. La causa que habría activado esta voluntad de cambio sería la sentencia del 2010 del TC al recurso de inconstitucionalidad contra el Estatut presentado por el PP. Sería la humillación provocada por la sentencia aquello que habría impulsado un desplazamiento hacia posiciones soberanistas (tesis Salvador Cardús), encabalgándolo a la desconexión de las clases medias respecto de unas élites españolas carcomidas (tesis del com- pañero Francesc-Marc Álvaro). Las dos tesis identifican al catalanista de toda la vida como agente de la mutación y las dos aciertan. Sin embargo, acertando, restringen versiones que implican actores que han sido causa y a la fuerza deberán ser parte de la resolución del problema.
Porque hay un relato complementario al que sitúa la sentencia como motor primero del proceso. A finales del 2006, con el macizo de la raza propulsado con histeria por algunos media madrileños, José Montilla fue candidato a la presidencia de la Generalitat. Tras la legislatura Maragall, dominada por el
Estatut más que por la forja de una alternativa progresista a la hegemonía convergente, a los spin doctors de la calle Nicaragua les pareció que debía ponerse en valor la gestión pura y dura. “Fets i no paraules”. Sería difícil dar con un eslogan más revelador de la parálisis que provoca el control de la dirección de un partido por parte de su aparato organizativo. Aunque el primer tripartito evidenció la incompatibilidad de las tres fuerzas, los aparatos decidieron repetir a pesar de la penalización electoral sufrida. Luego, a lo largo del 2007, mientras el Estado de las autono- mías empezaba a pudrirse en las reuniones del Constitucional, se redactaría el prólogo del proceso tal como lo hemos conocido. Esta es mi hipótesis. A la vez que los dirigentes socialistas abdicaban de la ideología, tensando hasta el límite las posibilidades de pacto con el Estado por parte de los partidos del catalanismo, el mundo nacionalista reformularía su argumentario también para reconquistar el poder.
Con la reedición del pacto débil de los partidos de izquierda, se diagnosticó el peligro de que el eje nacional dejase de ser rector y se impusiera el eje derecha/izquierda. Así lo advirtió, de inmediato, L’engany, de Vicenç Villatoro. Aquel 2007 El preu de ser catalans, de Patrícia Gabancho, y Catalunya sota Espanya, de Alfons López Tena, pasaron semanas en la lista de los más vendidos defendiendo la idea de que la pervivencia de la nación estaba seriamente amenazada. Aquí y allí, pues, se habían puesto minas en los fundamentos de un Estado autonómico potencialmente federalizador que, al fin, la sentencia y la crisis lo harían implosionar. La apuesta por sincronizar Convergència a la reformulación del 2007 fue arriesgada. En la conferencia “El catalanisme, energia i esperança per un país millor” de noviembre de aquel año, aparte de marcar distancias con el Estatut que él mismo había reescrito con Zapatero no hacía ni dos años, Artur Mas ya defendió el derecho a decidir. “El partido de los catalanes” ( copyright de la sólida historiadora Paola Lo Cascio) se postulaba no para ser, en primer término, el ejecutor de un programa sino para vehicular una voluntad ciudadana que podría rebasar la mecánica de un Estado de derecho ciertamente esclerotizado.
No nos tendría que extrañar, por tanto, que los años de proceso hayan rasgado el sistema de partidos. Ahora, tras las elecciones municipales, quizás habría que empezar a evaluar las dificultades de recomposición del consenso catalanista a medio plazo. Porque sin este consenso la consulta, necesaria, no será posible.