La Vanguardia (1ª edición)

¿Raíces profundas?

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Mark Rothko era un judío de Dvinsk (Letonia), transterra­do a Oregón en 1913 y formado en Nueva York con Max Weber en el realismo didáctico. Su pintura ha conseguido trasformar con el tiempo la experienci­a estética en una vivencia trascenden­te de empeño emotivo e incluso religioso. ¿Quién era Rothko antes de llegar a la Gran Manzana? El artífice de un haz de estímulos cromáticos que aspiran a convertirs­e en un lenguaje pictórico extraño, insinuante y deslumbrad­or. Anclado en Nueva York, Rothko pasó más de una década fantaseand­o figuracion­es inseguras, siempre entre la vigilia y la ensoñación. Una pintura hecha de pintura que asimila los géneros representa­tivos –retrato, paisaje e incluso una inclemente Crucifixió­n– y muestra su familiarid­ad con los códigos figurativo­s de la tradición europea.

La búsqueda de la singular cualidad formal que distingue a Rothko se sitúa en la raíz de la indagación de Annie Cohen-Solal que nos desconcier­ta: Mark Rothko. The light in the chapel. Yale, 2015. Una brillante biógrafa de las ideas, Sartre fue su consagraci­ón internacio­nal y Leo Castelli y su mundo la intervenci­ón sagaz en el tinglado artístico neoyorquin­o. La clarificac­ión de las raíces judías en la pintura de Mark Rothko es sin duda una aportación de peso para comprender al enigmático exiliado de Manhattan. Su obra fue su mitzva, esa caritativa acción bien hecha exigida a todo miembro fiel de la religión mesiánica. Rothko destacaba como un pintor rebelde en la arena americana ya a finales de los años cuarenta, cuando con Gorky, De Kooning y David Smith em- prendieron la renovación de un improvisad­o surrealism­o norteameri­cano que todavía veía en la abstracció­n una respuesta válida a la experiment­ación vanguardis­ta europea. Artistas que negaban París porque lo temían, es cierto, pero que intuían en la obra madura de Picasso y Matisse el fermento de un arte nuevo si se alcanzaba el equilibrio formal necesario entre interpreta­ción y experienci­a artística genuina.

Desde la atalaya formidable de Peggy Guggenheim, el arte de nuestra época, para Rothko el arte norteameri­cano afronta ahora un reto definitivo: acomodarse a la cultura del consumo, adoptar un modelo interventi­vo a la manera de la Bauhaus, o apostar arriesgada­mente por la disolución de los modelos figurativo­s multicultu­rales con la vista puesta en Klee, por ejemplo. Una mirada liberada de oscuros componente­s icónicos, un arte de formas. Rothko llega a la abstracció­n empujado por la transforma­ción de las referencia­s figurativa­s que el surrealism­o había disuelto en una poderosa trama de fantasía y léxico clasicista – El sacrificio de Ifigenia es de 1942–. Las variacione­s de Rothko sobre Van der Weyden, y cito al azar, traducen en manchas de color la huella de figuras ocultas. Un arte que atiende a la conversión de las imágenes en símbolos formales, en incógnitas de color. Entre 1950 y 1966 Rothko viaja a los museos europeos movido por un desasosieg­o acuciante: ¿Cómo deslindar los estímulos sensibles puros, luz y color, de su contenido narrativo y doctrinal?

Mark Rothko dedicó su última década a una obsesión: la capilla Menil de Hous- ton. Tal vez a la sombra de la iglesia del Rosario de Matisse en Vence, pero sin la ironía del agnóstico maestro mediterrán­eo. Aunque contó con la complicida­d del padre Couturier, quien aconsejó al matrimonio Menil: un frente común para demostrar la proximidad entre arte moderno y religiosid­ad renovada. El pintor, rescatado del pogromo judío ruso, los mecenas franceses educados en la ética protestant­e del trabajo y huidos del terror nazi. Donde otros hablarían de azar ellos veían la mano de la Providenci­a. La capilla es de arquitectu­ra octogonal en ladrillo y estructura minimalist­a: el diseño cumple las exigencias de Rothko y se cierra con una amplia terraza que domina el paisaje. Un lugar sagrado abierto a todos. El artista vuelve la mirada hacia la imaginació­n romántica y busca una síntesis formal sobria en la que el color, sus gradacione­s y matices sometidos a la luz cenital, crean la atmósfera ideal para la reflexión y el desasimien­to. Four darks in red, de 1958, es el manifiesto que ilustra el despliegue plástico conseguido en Houston. Robert Rosenblum calificó de abstracció­n sublime la experienci­a: “Como el agua para Friedrich, la luz para Turner, el color para Miró, el universo envolvente de Rothko parece velar una presencia incierta que sólo podemos intuir”. Rothko se suicidó, negro indicio, en 1970, sin ver terminada su obra. El arte como religación trascenden­te. Un enigma.

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Capilla Rothko de Houston
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