Hijos de la República
La relación de Francia con sus ciudadanos musulmanes es sin duda uno de los retos más importantes a los que este país debe hacer frente. Puede que, para bien o para mal, este acabe siendo un tema electoral importante en las presidenciales del 2017. Es esencial y crucial tanto para los equilibrios internos de la sociedad francesa como para la posición del país en el escenario mundial.
Hay dos opciones sobre la mesa. Una de ellas pasa por considerar a los musulmanes como franceses de pleno derecho, que gozan de los mismos derechos que los demás ciudadanos, lo que no significa, por supuesto, que tengan derecho a imponer su visión del mundo a sus conciudadanos. No se trata de acceder a todas sus demandas y peticiones sino de pensar que tienen derecho a expresarlas libremente. Son hijos de la República, con los mismos derechos y las mismas obligaciones que los demás.
La segunda opción considera que constituyen algo externo, ajeno a la República Francesa, que son tolerados siempre que no hagan huelgas y no planteen reivindicaciones, juzgadas forzosamente como antirrepublicanas y peligrosas para la sociedad francesa.
Hay intentos de asignarles en los medios de información unos representantes ajenos a su comunidad, en los que no se reconocen y que incluso rechazan, y se antepone con demasiada frecuencia musulmanes capaces de alimentar un discurso estigmatizante sobre el islam, lo que no
P. BONIFACE, hacemos por cualquier otra comunidad. En realidad, algunos de ellos se niegan a organizarse de forma autónoma. ¿Por qué negarles el derecho a decidir entre ellos a las personas en las que se reconocen a sí mismos?
La radicalización de algunos elementos de esta comunidad supone, sin duda, un reto. Es un problema que no se debe ocultar pero del que los musulmanes franceses no son colectivamente responsables ni culpables. Algunos consideran que es consustancial al islam, otros que es el producto de un momento histórico, un proceso que puede ser combatido eficazmente con una dosificación de respuestas de seguridad y de respuestas políticas. Que la islamofobia y la radicalización se alimentan mutuamente y que deben ser combatidas de manera simultánea.
¿Podemos pensar que los musulmanes tienen un lugar en Francia, siempre a condición de que no se expresen, permanezcan en su lugar, el mismo que hace cuarenta años, abajo, muy abajo, sin ningún derecho, como si fueran una nueva clase de dhimmis?
Es demasiado tarde. Los que así sueñan es evidente que por diversas razones no se dan cuenta del cambio fundamental que ha tenido lugar.
Podemos elegir entre una sociedad abierta y dinámica, atractiva y tranquila, o enfrentamientos sin fin, un círculo vicioso en el que los extremismos se retroalimenten. Los musulmanes franceses ni se irán ni se doblegarán. Quieren sentarse a la mesa de la República. Ya han formado una clase media alta que accede a puestos de responsabilidad. Querer excluirles no es posible ni deseable.
Y además eso provoca, en el exterior, una imagen degradada de Francia, en las antípodas de su tradición de apertura y universalismo.
Los musulmanes franceses ya no son predominantemente trabajadores no cualificados cuyo objetivo principal es volver, sin ser víctimas de ataques racistas, a su Sonacotra (albergues creados a finales de los años cincuent para acoger a los inmigrantes), como en los años setenta. Muchos de ellos son ingenieros, profesores, abogados, médicos, etcétera. Si sigue existiendo un techo de cristal para cargos políticos, prefectos, generales, directores generales, hay una clase media alta, de la que se habla poco, o nada, que se ha desarrollado. Esta también debe ser una razón para la esperanza y la movilización de nuestros compatriotas musulmanes.
Tienen razón cuando dicen que están más discriminados que el resto de sus compatriotas franceses (excepto los gitanos), pero deben darse cuenta de que ha habido, por suerte, importantes progresos y que la lucha por la igualdad no es en vano, sino que debe continuar porque da sus frutos.