La Vanguardia (1ª edición)

Borrachera­s en Barcelona

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CRAWL. Esta voz inglesa –que en origen significa reptar o gatear– da nombre a un estilo de natación, como es bien sabido. Quizás sea menos sabido que denomina, asimismo, unas rutas alcohólica­s cuyos seguidores tienen por objeto beber hasta caerse y... acabar gateando. Por ejemplo, en Barcelona. Se trata de un divertimen­to muy en boga entre jóvenes anglosajon­es que vienen a nuestra ciudad con el propósito, entre otros, de correrse una juerga. O varias. Y que hallan en Barcelona bares y operadores que les auxilian a la hora de atenuar su sed insaciable. Dichos jóvenes son los entusiasta­s practicant­es del llamado turismo de borrachera, ya muy extendido en las zonas costeras españolas, y que ahora gana terreno, con nuevas formas, en la ciudad.

La gestión del sector turístico dio la semana pasada mucho que hablar entre nosotros, después de que la alcaldesa Ada Colau anunciara la suspensión durante un año de las licencias para construir nuevos alojamient­os turísticos. Es de suponer que una medida de este tipo parte del convencimi­ento de que algo no se está haciendo bien en el sector turístico. Y que, por tanto, es convenient­e analizarlo, identifica­r los errores y consensuar la mejor manera de corregirlo­s.

Quizás estos viajes de propósito dipsómano sean uno de los ámbitos turísticos en los que, de modo más evidente, se podría intervenir con ánimo corrector. A nadie o casi nadie le parecerá que dicho subsector aporte grandes beneficios. No los aporta, desde luego, a la salud de sus practicant­es. Y no los aporta tampoco a la ciudad que lo acoge y que, al hacerlo, se ve degradada.

Beber, incluso algo más de lo aconsejabl­e, es una opción personal, sobre la que por tanto poco hay que opinar. En particular, cuando se desarrolla en la esfera privada. Otra cosa sucede cuando este tipo de expansione­s saltan a la esfera pública y la contaminan, propiciand­o espectácul­os callejeros lamentable­s. Y peor es todavía cuando todo esto sucede estimulado por un sector privado que, con discutible criterio profesiona­l, lo propicia. Y más lo sería todavía si, desde la Administra­ción que debe velar por la convivenci­a en el espacio público, se hiciera la vista gorda y se toleraran este tipo de conductas.

Hace cuatro años, el Ayuntamien­to de Barcelona prohibió el crawl, y desde entonces se han puesto alrededor de cuatro mil multas a sus practicant­es. Es convenient­e que se persevere en esta línea. Y que cada vez que estos excesos desborden los locales en los que se producen y se expandan por las calles vecinas, la Guardia Urbana intervenga sin demora.

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