La Vanguardia (1ª edición)

La conquista de la playa

- Joaquín Luna

Aeste paso, nunca tendré una pareja con quien repartir la intendenci­a veraniega. Y mira que me gusta la playa, el espacio más Podemos del país. Los ricos, a veces, no se enteran: se van en yate a navegar y se pierden el teatro de un día de playa.

De las misiones propias del género masculino en vacaciones de playa hay una fascinante que monopoliza­n los casados. Tengo, no obstante, todos los conocimien­tos y formación, de manera que si un día rehago mi vida y formo un hogar seré el primero en decir:

–Tesoro, ya bajo yo a primera hora y coloco la sombrilla y las sillas.

Conquistar la primera línea de mar en temporada alta es una tarea masculina que, sin embargo, no acarrea fama de machista. Puede acarrear fama de gilipollas, pero eso lo piensan los resentidos que bajan a media mañana a la playa y ya no encuentran espacio ni a nadie bajo las sombrillas plantadas en primera línea de mar.

Desde el alzamiento de las barras y las estrellas en Iwo Jima, no hay ceremonia de conquista más fotogénica y emotiva que la del conquistad­or de la

Donde esté un MacArthur de primera línea de mar que se quiten esos jetas de las piscinas de los hoteles

primera línea de playa. Tiene soledad, dignidad y porte. Yo empezaría clavando la sombrilla con aires de teniente zapador: la profundida­d debida y, sobre todo, un cálculo preciso de los flujos del mar a fin de que nadie tenga las santas narices, pasadas las doce, de llegar a la playa e interponer­se entre el Mediterrán­eo y mi posesión.

Después, hay que dejar sillitas o toallas con gracia de forma que el decorado tenga vida y anuncie la presencia de una pareja bien avenida, que charla en la playa, juega entre risas a palas y se baña al unísono.

Yo me sentiría el general MacArthur en su retorno a las islas Filipinas si tuviera una pareja que cada mañana pidiera: “Baja a la playa antes de desayunar, que luego no hay sitio”.

Nunca he visto en Calafell, playa con memoria, a ninguna mujer en este cometido. El día que descubran las satisfacci­ones que da, habrá discusione­s que bien podrían dirimirse mediante sorteo según días pares e impares. La masculinid­ad perdería esa prerrogati­va ancestral de salir de casa a conquistar algo: el Perú, la isla de Luzón o la dependient­a de Movistar.

Sin pareja, no es plan. Pierde la pompa y la dignidad. Nos quedan compensaci­ones modestas, como colocar la toalla lejos de las familias con hijos, cubos y flotadores porque no sería justo compartir la alegría de un día de playa con niños sin contribuir a su manutenció­n y buena crianza.

A veces, el conquistad­or deja su Capilla Sixtina intacta y se va a almorzar, por si hay ganas de playa (o el apartament­o es un horno). Sucede poco, ya sobra espacio y el conjunto pierde ese notarial sentido de la dignidad que tiene la propiedad. Yo los admiro: donde esté un conquistad­or de primera línea que se quiten esos jetas que dejan la toalla en la piscina del hotel a primera hora y se creen alguien.

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