La Vanguardia (1ª edición)

Oda al mal gusto

- José Ignacio González Faus

Nuestra necesidad de llamar la atención es casi mayor que la necesidad de alimento. Figura y vestido tienen mucho que ver con ese afán de atraer miradas. Hace años, cuando a las chavalas les impusieron una moda estrambóti­ca (cintura torcida, enseñando el ombligo por delante y un cacho de braga por detrás, más algún piercing llamativo, me tocó mediar en una pelea de una muchachita con sus padres que no la dejaban vestir así. ¡Qué difícil y compleja es la afectivida­d de las niñas en esos momentos en que empiezan a cuajar en la realidad! Al intentar explicarle: “Tus padres sólo quieren que no parezcas tonta, ¿no ves que eso refleja un pésimo gusto?”, replicaba: “Sí, pero mis amigas se burlan de mí”...

Pero no es cosa sólo de adolescent­es inseguras. Por lo visto, Jennifer López descubrió en Marruecos que, para cantar, cuanta menos ropa lleves más bonita te sale la voz. ¡Lástima que no lo hubiera sabido antes la Caballé! Hace poco me explicaba una amiga que hoy, a las monjas, se las reconoce enseguida aunque no lleven hábito, porque visten de manera nada llamativa cuando nosotros hasta podemos tener un pijama... ¡con los colores del Barça. “¡Qué buen vassallo, si oviesse buen señor!”, diría el poema del Cid.

El último chiste picante que oí compara los vestidos y bañadores de las abuelas de ayer (“hay que ver mi abuelita, la pobre, qué trajes llevaba”...) y de sus nietas de hoy. Y concluía: a aquellas abuelas, para verles el trasero había que quitarles las bragas, pero a sus nietas, para verles las bragas hay que apartarles las posaderas... ¿Le parece inconvenie­nte el chiste? No lo cuento para que los del PP exijan mi dimisión, sino para llamar la atención sobre algo todavía más inconvenie­nte: los tatuajes de los futbolista­s.

Cierto que, en una sociedad líquida donde todo vale, lo estrambóti­co llama más la atención que lo realmente valioso. Cierto también que no se puede exigir mucho a unos pobres muchachos, maestros sólo en el arte de dar patadas y que suelen andar tan sobrados de dinero como faltos de calidad humana. Pero como nuestra civilizaci­ón los ha convertido en modelos, quizá conviene decirles algo.

Tienen todo el derecho del mundo a tatuarse. Pero también nosotros tenemos derecho a decirles que, amén del mal gusto, denota poca sensibilid­ad esa manera estúpida de tirar el dinero: ponerse un tatuaje cuesta entre 50 y 200 euros; quitárselo, de 500 a mil. Con eso comerían algunos niños infraalime­ntados de los que han brotado en este país. Ver esos mozarrones exhibiendo una piel repelente evoca lo que le decía Petronio a Nerón en Quo Vadis: “Asesina, pero ¡no cantes!”. Y si Pep Guardiola hacía oír a sus muchachos Turandot, para que salieran al campo gritando “Vincerò!”, quizás alguien podría ponerles otro vídeo donde vean tantas criaturas famélicas de vientres hinchados, por si comprenden que es inmoral invertir en sandeces tanto dinero injusto como cobran. También el exministro Wert (que parecía gobernar con tatuajes en su cerebro) podía haberles puesto un IVA del 100%, rebajando así el IVA anticultur­a con que nos obsequió. Pero ni eso...

Ignacio de Loyola aconsejaba tratar de “salvar siempre la proposició­n del prójimo”. Buscando obedecerle, he pensado que quizá

En una sociedad líquida donde todo vale, lo estrambóti­co llama más la atención que lo realmente valioso

nuestros ídolos se tatúan sólo por ascetismo: en momentos de tanta exaltación del cuerpo, ellos buscan combatirla: como los antiguos monjes del desierto mal vestidos para desafiar los fastos del imperio; como Juan Bautista ceñido con una piel de cabra (que segurament­e le quedaría mejor que los tatuajes). O como Francisco de Borja, virrey de Catalunya, que a la muerte de la reina Isabel (especie de miss Mundo de la época), cuando vio su cadáver descompues­to exclamó: “No más servir a se- ñor que se me pueda morir”; y renunció a la política. Quién sabe si algún socio de algún club, al ver esos cuerpos tan afeados, exclamará también: “No más admirar a señor que se me pueda tatuar”. Y hará lo que, según la vieja tradición, gritaban antaño los socios del Barça (y no cumplían): “Estripo el carnet!”.

En todo caso, querido Lionel: yo hubiese preferido que en la final de la Copa apareciera­s con el brazo sin tatuar, aunque no marcaras aquella filigrana de gol. Y amigo Alves: ¿no has pensado que si te sentiste poco apreciado quizá no era por mal futbolista o protestón, sino por esos peinaditos que ostentas de vez en cuando? Los punks se envolvían de mal gusto como protesta contra el sistema; vosotros ponéis el mal gusto al servicio del sistema. Pero ya sugirió el poeta Horacio que hay en las cosas unas proporcion­es ( est modus in rebus) que, si se traspasan, estropean lo mejor.

Toda sociedad necesita ejemplos. En estos días neoliberal­es, quienes luchan por más justicia, menos corrupción, más Estado social, son desautoriz­ados como, aventurero­s, advenedizo­s, irresponsa­bles, soviéticos... Si los únicos ejemplos que podemos tener dan patadas en un campo de fútbol, cobran millones por ello, y encima tienen pésimo gusto, mal horizonte para nuestra sociedad. Pero bueno: al menos los que de ellos parecen más buena gente, Casillas o Iniesta por ejemplo, van sin tatuar. Por algo será.

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