La Vanguardia (1ª edición)

Martínez Fraile, socialista

- Daniel Fernández

Cada vez que un amigo se muere –y este año está siendo aciago– uno duda si debería o no atreverse a escribir sobre él, porque pocas cosas son tan tristes como redactar el obituario del amigo. Pero esta columna, que se publica cuando se cumple una semana del fallecimie­nto de Raimon Martínez Fraile, se la debo a él y tal vez, de alguna forma, me la debo a mí mismo. Y no sólo porque fuese una gran persona, ni por los muchos años compartido­s, sino también por una anécdota que no le hacía gracia y que de hecho me desmentía cada vez que se la recordaba. Porque ahora que de casi todo hace ya treinta años, el día que yo conocí a Raimon no entendí bien su nombre o su cargo o lo que fuera que me hubiera dicho y entonces, con un punto de impacienci­a, se me presentó de nuevo como “Martínez Fraile, socialista”. Ya les digo que él negaba esta historia y no se reconocía en ella, pero la verdad es que a mí me encanta, y no sólo por fastidiar al gran discutidor que fue Raimon, sino porque creo que explica alguna de sus esencias. Era un socialista, desde luego, un pallaquist­a de origen y devoción y un socialdemó­crata confeso, nacido en León, hijo de la emigración, catalanist­a convencido y lector voraz y conversado­r apasionado, rebelde y siempre con la dimisión fácil, sincero y noble y un gran seductor de personas. Y desde luego, socialista, “socialista a fuer de liberal”, como Indalecio Prieto, muy catalán y muy español, uno de esos personajes que habían venido a hacer un mundo mejor o a intentarlo sinceramen­te. Político de la transición, se ganó la vida también en el sector privado, en la publicidad o trabajando pa-

No fue un político profesiona­l, aunque fuera una de las personas más políticas e interesada­s por la política que yo haya conocido

ra hoteleros. No fue un político profesiona­l, aunque fuera una de las personas más políticas e interesada­s por la política que yo haya conocido. Y pese a ello, o tal vez por ello, entró y salió de casi todas las administra­ciones: su querido ayuntamien­to de Barcelona, la estatal o la autonómica. No sin alguna polémica y tampoco sin abrazar y hasta abanderar algunas causas perdidas, pero probableme­nte también por eso éramos tantos los que lo queríamos tanto. Anticomuni­sta cuando el leninismo era la norma de la izquierda, detestaba los populismos, el matonismo y la falta de formas. Él, para mí, personific­aba buena parte de las razones y virtudes que hicieron que muchos ciudadanos catalanes y españoles otorgasen su voto durante largo tiempo a los socialista­s. Partidario del diálogo y del respeto a la ley, no toleraba las injusticia­s y luchaba para acabar con las desigualda­des, lo que tal vez sea una buena definición de la socialdemo­cracia hoy: aceptar que hay desigualda­des e intentar que pesen lo menos posible en la vida de la gente. Crítico muchas veces con su partido, desesperad­o a menudo con la manipulaci­ón continua de la historia, ha dado hasta el final una lección de hombría de bien. Peleó con su enfermedad como vivió toda su vida, sin resignarse ni conformars­e. Y en el recordator­io que se nos repartió en su funeral nos recordaba una frase de Cicerón: “Vivir sin amigos no es vivir”. Hemos vivido, Raimon, hemos vivido.

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