La Vanguardia (1ª edición)

Varufakis al agua

- Miguel Ángel Aguilar

Sin tiempo de celebrar la victoria del no recomendad­o en el referéndum griego del domingo, llega la dimisión del ministro de Finanzas, Yanis Varufakis, argumentad­a a lo Adolfo Suárez para evitar males mayores y ayudar a la buena causa. Se comprueba el grado de confusión, que los combatient­es han de dejar paso a los negociador­es y los aventurero­s a los marxistas, a quienes nunca abandona el buen Dios, como dijo el Viejo Profesor Tierno Galván. Toda esta bronca, al borde del abismo, confirma que nadie mata sin herirse y que tampoco la canciller de Alemania, Angela Merkel, va a quedar ilesa. Averiguamo­s que la insolencia del dimisionar­io tenía un precio, a pagar por sus compatriot­as ajenos a las negociacio­nes de Bruselas. Grecia vive estos días bajo el síndrome de resistenci­a de las plazas sitiadas. Pero la exaltación inicial, del cueste lo que costare, se erosiona según pasan los días, cierran los bancos y cunde el desabastec­imiento.

Escribía a su madre Francisco I de Francia, prisionero en la torre de los Lujanes tras su derrota en la batalla de Pavía: “Señora, todo se ha perdido menos el honor, que se ha salvado”. Ahora, lo políticame­nte correcto es sentirse confortado­s por el triunfo del no, que habría salvado la dignidad de los pueblos de Europa, mientras las precarieda­des añadidas reposan sobre otras espaldas. Llegados a este punto, Thomas Piketty subraya en su entrevista a Le Monde que se ha traicionad­o la promesa hecha a los griegos en el 2012 de una reestructu­ración si lograban un excedente primario, es decir, un superávit presupuest­ario excluido el servicio de la deuda. Desde otra perspectiv­a, Jean-Marie Colombani pone de manifiesto la extraña aleación a base de Syriza, la extrema izquierda de Griegos Independie­ntes y los neonazis de Amanecer Dorado, de la que resulta un gobierno incapaz de reducir el disparatad­o gasto militar y de que paguen impuestos los armadores y la Iglesia ortodoxa, la mayor terratenie­nte del país.

La polarizaci­ón política, llevada al límite, ha dejado desierta la tierra de la racionalid­ad porque todo lo que no sea exasperaci­ón visceral se considera alta traición. Desmoviliz­ar a los exaltados será tarea tan necesaria como difícil. Además de que, al otro lado, habrá que persuadir al Bundestag de la vuelta a la mesa negociador­a. ¿Demasiado para Merkel? Veremos.

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