La Vanguardia (1ª edición)

La Sagrada Família trae cola

Estos días los obreros están terminando de acondicion­ar el recorrido que harán los turistas

- Llucia Ramis

No aparecen en los souvenirs de las tiendas que hay alrededor. Y sin embargo, es imposible llevarse un recuerdo de la Sagrada Familia sin que en la foto salgan grúas y colas de gente, grupos guiados por paraguas alzados, banderas o incluso el peluche de un burro catalán clavado a una antena.

Agachados en la acera, los manteros venden castañuela­s o versiones acartonada­s de Bart Simpson y Bob Esponja, que bailan a ritmo de Rihanna. Una mujer con pamela levanta su GoPro frente a la fachada de Subirachs y retrata una hormigoner­a que se balancea, colgada como el Cristo que tiene detrás. Al lado, los obreros trabajan en una valla metálica, quizá para acondicion­ar el recorrido que harán los turistas a partir de los próximos días, cuando las colas se trasladen al interior del recinto.

Esta es una de las medidas que el Ayuntamien­to de Barcelona presentó en marzo para paliar el efecto marabunta en torno a la basílica; 3.260.880 visitantes en el 2014, el equivalent­e a unos 8.933 por día. De momento, bajo un sol achicharra­nte, en una esquina, un único toldo negro ofrece un escaso metro cuadrado de sombra. Dos chicos de rojo repiten al lado del acceso para comprar entradas: “Next visit at five thirty, five thirty”. No son ni las once y media de la mañana.

Hay algo surrealist­a en la alegre resignació­n de las colas. Faltan quejas y malas caras cuando, también de vacaciones, el tiempo es oro. Es como si sus integrante­s aceptaran ser abducidos y llevaran a cabo un ritual con- sistente en mirar hacia arriba y esperar, mientras se dejan fotografia­r por habitantes de la otra punta del mundo, y se incorporan a los recuerdos que esos desconocid­os se llevarán a sus casas, a Corea, a Australia, a Francia. Tal vez aparezcan también en sus perfiles de Twitter o Facebook, sin que nadie se fije, con- vertidos en meros figurantes junto al motivo de la foto. En eso consiste ser turista. Pululan sin rostro por el Eixample, construido alrededor del templo antes de que el templo se haya acabado de construir.

Tom y Sophie son jóvenes y húngaros, él lleva unas alpargatas hipster de abuelo, ella no habla. Llegaron a Barcelona recomendad­os por unos amigos y no les molesta el calor. Raúl, el madrileño amante del modernismo y de Dalí que tienen detrás, alza las cejas. Le pregunto a Tom por qué quieren visitar la Sagrada Família. Me mira como si no entendiera la pregunta. Le pregunto qué saben de Antoni Gaudí. Contesta que nada en especial, que es “a really famous man”. Nunca se me habría ocurrido definirlo así.

Y es cierto que su obra marca los hitos de casi cada visita, como las etapas imprescind­ibles por cumplir, ahora la Pedrera, luego la casa Batlló. La más difícil es el Park Güell. Casi todos se pierden con el mapa en las manos en algún punto inverosími­l, como la calle Escorial. Fue el caso de las estadounid­enses Britney y Alyisa, de la Costa Este. Cuando por fin lograron llegar arriba –con la lengua fuera, ignoraban que hubiera escaleras mecánicas– ya era tarde y no pudieron entrar. Britney se abanica y dice que le fascina la arquitectu­ra. No se imaginaba que la Sagrada Família fuera tan grande. La piel de Alyisa es de un deslumbran­te blanco nuclear. Fliparon con el Nasty Mondays de la Apolo, y dentro de unos días se van a Eivissa.

Un poco más allá, un grupo de chinas estilo Victoria Beckham le han comprado los tickets a una compatriot­a que regenta una tienda de animales. Pasa otro grupo, este de hombres, muchos con alzacuello­s. Son de una diócesis, están de viaje y les pregunto si sólo van a lugares religiosos. Responden: “Ayer estuvimos en el Camp Nou”.

Una moto pita para apartar a los osados que retratan el templo plantados en medio de la calle Sardenya. Unas estudiante­s alemanas en el McDonald’s no pueden hacerse selfies porque los profesores las obligan a dejar los teléfonos en el hotel para que no se los roben. Si quieren algún recuerdo, tendrán que comprar postales o cualquiera de esos souvenirs que reproducen la Sagrada Família como de momento nadie la recuerda: sin grúas y sin colas.

Hay algo surrealist­a en esa alegre resignació­n. Ni quejas ni malas caras, aun estando de vacaciones

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