La Vanguardia (1ª edición)

Afganistán, Iraq, Grecia

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En una entrevista a The Guardian, el filósofo alemán Jürgen Habermas afirmaba con disgusto que el reciente acuerdo entre el Consejo de Europa y Grecia había convertido de hecho este país en un protectora­do. La idea no es nueva. Desde hace cinco años, se habla con frecuencia de Grecia como un protectora­do alemán. Y ya hace cuatro que Josep Ramoneda hizo extensiva a toda Europa esta denominaci­ón. Los manuales suelen decir que concepto de protectora­do incorporab­a la noción de soberanía compartida entre dos Estados. Pero, de hecho, este término se usó para definir aquella modalidad del colonialis­mo decimonóni­co en que la metrópolis dejaba subsistir un gobierno indígena con competenci­as limitadas. Este modelo de dominación imperial parecía ofrecer grandes ventajas por las potencias que lo utilizaban. Jules Ferry describió algunas en un discurso que pronunció el 1884 para defender el protectora­do de Francia en una Túnez en quiebra y ocupada: “Nos permitirá supervisar y gobernar sin asumir la responsabi­lidad de todos los detalles de la administra­ción, de todos los pequeños errores, de todas las pequeñas fricciones que puedan surgir del contacto de dos civilizaci­ones diferentes. A nuestros ojos, es una situación adecuada, útil, que salvaguard­a la dignidad del vencido, una cuestión nada indiferent­e en un país musulmán y que tiene una gran importanci­a en tierra árabe”. Era el punto de vista del gobierno francés. Los tunecinos no lo compartían. Pero el protectora­do sobrevivió hasta el año 1956.

Es difícil imaginar a Angela Merkel pronuncian­do un discurso como el de Ferry. El progreso de la hipocresía en el último siglo ha sido colosal. Y ha comportado un incremento espectacul­ar de los eufemismos. Incluso el término “protectora­do” ha desapareci­do del lenguaje institucio­nal y académico. Ahora, en las facultades de Ciencias Políticas se habla de “neo-trusteeshi­p” (neo-administra­ción fiduciaria) para hablar de la supuesta soberanía compartida. El concepto “trusteeshi­p” fue puesto en circulació­n por las potencias coloniales entre las dos guerras mundiales, en pleno ascenso del anticoloni­alismo, para poner en escena la imagen que las colonias también tenían que ser gobernadas en orden al interés de los nativos. Y los teóricos de la construcci­ón del Estado decidieron hace unos años reciclarlo anteponién­dole el prefijo para hablar de casos como los de Afganistán o Iraq, Estados considerad­os “fallidos” o “canallas” a los que, tras una intervenci­ón militar, se imponían complejas estructura­s de gobernanza que implicaban un control de los gobiernos autóctonos por países extranjero­s e institucio­nes internacio­nales. Hace unos días, en un artículo al The Washington Post, Nicholas Sambanis, profesor de la Universida­d de Yale, apuntaba que el tema de las negociacio­nes entre el gobierno de Syriza y el Eurogrupo tenía que ser realmente si Grecia era un Estado soberano o el último caso de “neotrustee­ship”. La secuencia Afganistán, Iraq, Grecia invita, sin duda, a la reflexión.

Jürgen Habermas dice con disgusto que Grecia se ha convertido en un protectora­do alemán

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