El orden de los factores
Xavier Antich recuerda las connotaciones psicológicas que llevan aparejadas las opciones del sí y el no a la hora de tomar una decisión: “Es evidente que el no tiene siempre un carácter más bien antipático y malhumorado, precisamente por su negatividad intrínseca. El no siempre bloquea, trunca posibilidades, detiene proyectos e iniciativas, produce frustración y genera desconfianza. Nada bueno, en el fondo, puede fundarse sobre la negación.”
No hay prueba más segura de la buena salud de una democracia que la libertad de movimientos de las minorías. En este sentido, hay que estar bastante contentos de nuestra democracia: vemos campar tranquilamente a la minoría catalana en el conjunto español; y a la minoría española en una Catalunya con hegemonía independentista. Ciertamente: la minoría españolista se queja mucho en Catalunya. Ha copiado con detalle el modelo victimista que la minoría catalana formuló en su día y convierte anécdotas pequeñas en categorías de gran formato para poder demonizar a un movimiento independentista que –guste o no, moleste o no– es, en general, pacífico, alegre y democrático .
Cada día nos encontramos con escandalizadas portadas y con pomposas declaraciones que se construyen a partir de detalles pequeños sobredimensionados por colosales lupas: que si TV3 censura, que si los impuestos que pagamos todos sirven para hacer campañas de engaño, que si a mí me insultan o me marginan... Sobre los discrepantes caen, al parecer, las plagas de Egipto. Lo denunciaba el pasado viernes la cineasta Coixet en El País mientras un titular de El Confidencial describía el Onze de Setembre como el “día de las trincheras y cursillos de manipulación”. Los medios de la capital se lamentan de la unanimidad catalana, pero son incapaces de mirarse en el espejo. De ser ciertos, todos estos males nos tendrían a los catalanes ya presos de una deriva enfermiza y fascistizante. Por fortuna, estas denuncias forman parte de un juego tan cursi como hipersensible. Dígase lo que se diga, no puede obviarse que, desde tiempos inmemoriales, TVE es como es (por no mencionar las cadenas privadas), que los impuestos catalanes sirven para pagar abusos y campañas de intoxicación constantes del Gobierno y los medios capitalinos en todos los órdenes y que es una costumbre bastante arraigada desde Quevedo proyectar todo tipo de lindezas sobre los catalanes. He ahí una de las cosas más grotescas y paradójicas de la historia contemporánea de España: víctimas y verdugos se confunden y vociferan en un aquelarre de exageraciones, en una espiral de tremendismo, en un diluvio de excesos y de acusaciones mutuas, en una competición de sufrimientos retóricos que en vez de ayudar a resolver racionalmente los pleitos políticos los complican ad náuseam hasta convertirlos en irresolubles.
No, no estamos al borde de un daño irreparable. Teatro, lo tuyo es puro teatro. Ahora bien, sí estamos dominados por la lógica de las exageraciones, una lógica que procede de los tiempos del choque González-Aznar. Después de tantos años de tremendismo retórico, el lío es tan enorme que ya no existe ningún medio de comunicación (salvo, quizás, La Vanguardia, y lamento barrer para casa, porque eso reduce la fuerza de mi argumento) dispuesto a buscar una salida que no sea humillante para nadie. Tampoco se otea en el horizonte ningún partido con suficiente fuerza moral como para atreverse a pedir cesiones a sus propios votantes y facilitar así una solución.
Por supuesto, la campaña electoral, en vez de favorecer la relajación contribuirá a la destrucción de los últimos puentecitos que quedaban. A medida que la lógica binaria se va imponiendo en estos comicios, la gente se posicionando (a la fuerza ahorcan). Las barbaridades que uno y otro lado bombardean con la ayuda militante de tantos medios de comunicación no dejan margen para una solución. El clima político futuro será, si cabe, más caliente.
¿Ni siquiera el resultado de las elecciones funcionará como una válvula para liberar algo la tensión? Todas las encuestas, incluida la del CIS, sugieren un resultado similar: una buena victoria del Junts pel Sí que, sumando a la CUP, podría obtener mayoría absoluta; y una fragmentación de los demás partidos y coaliciones que, empequeñecidos y muy diversos, no podrán articular una mayoría alternativa. La mayoría relativa para Junts pel Sí, una coalición tan grande, sería un resultado pírrico: mucho ruido y pocas nueces, con el agravante de la incógnita de un gobierno de sopa de letras abrazado a la CUP. A este lado, por lo tanto, no existe el plan B: lo han fiado todo a la hipótesis de un resultado realmente histórico, que reviente los techos de las encuestas.
Pero tampoco en el otro lado hay plan B. Durante este septiembre preelectoral hemos visto como el PP, en vez de ofrecer una esperanza de desbloqueo de la situación catalana aumenta todavía más su dureza:
Pasará septiembre y el lío volverá a empezar, como si estuviéramos condenados a estar ligados eternamente a una noria
ha elegido al líder más contundente posible y propone crear una Guardia Nacional al servicio del TC que puede acabar convirtiendo este tribunal ya desgraciadamente politizado en un instrumento de inquisición. Por otro lado, en La Vanguardia hemos sido testigos de lamentables contradicciones del PSOE y del PSC (¡y en boca de González, el que había sido su líder más carismático!). Las contradicciones del PSOE responden al miedo a ser descrito por los medios de la capital como un partido de españolidad átona. Es por esta razón que Rajoy no afloja: cree que la dureza con Catalunya debilita al PSOE a la vez que, eclipsando las miserias de la corrupción y la economía, favorece al PP de cara a las generales de fin de año.
Previsiblemente, por lo tanto, nada cambiará decisivamente tras el 27-S. El choque de trenes desemboca en un empate de irredentismo. Como si estuviéramos condenados a estar ligados eternamente a una noria, pasará septiembre y el lío volverá a empezar.