La Vanguardia (1ª edición)

El obstáculo no es Madrid

- Joaquín Luna

He visto la luz en Málaga, que está espléndida, leyendo la prensa del sábado 12 y desayunand­o en Casa Aranda, una institució­n desde 1932, churros humildes y perfectos. Como nunca desayuno, la ingestión me ha dado medio minuto de lucidez matinal (el otro medio es gentileza de echar una charla en Paco Barea, peluqueros desde 1914, donde por 4 euros afeitan superior).

–Antes de que esta fiesta tan civilizada acabe mal, yo me ofrezco a desaparece­r del mapa por voluntad propia. Total, los catalanes como yo somos un cero a la izquierda.

Hombre, bien que nos larga aquí su minuto de reflexión, me dirá usted. Yo les largo una reflexión y a cambio les recomiendo la ensaladill­a rusa con langostino­s de El Pimpi, taberna malagueña excelsa, pero eso no significa que uno exista.

Ni yo ni media población de Catalunya existimos ya para Catalunya.

Si España anda secuestrad­a por cierto Madrid –y no luce lo que debería–, la peña soberanist­a y su peñista en cap, Artur Mas, nos han borrado

Hablan como si no existiéram­os: ya veo que nos tocará hacer de costaleros alguna Diada

del mapa y juegan al juego de la astucia como si fuera un mano a mano entre ellos y Madrid. Basta con leer diarios de un 12 de septiembre para ver que ya no es ninguneo –en cuyo caso, no me ofrecería a “desaparece­r”–, sino que de tanto desconecta­r han desconecta­do a los catalanes que chafamos el guion (la última es contarnos en escaños –se lleva mucho la comarca– aunque digan que es plebiscito y pobre del Jordi Sánchez que discrepe).

Es lógico: somos el verdadero obstáculo, porque España puede cambiar de gobierno, pero la media Catalunya –voto arriba, voto abajo– que desconfía de un pasaporte de la República de Catalunya y quedar fuera de la UE o el BCE –a mí lo que de verdad me jode es quedar fuera de la UEFA–, esta no puede esfumarse. La solución que nos aplican es muy sencilla: ya no nos miran ni el escote.

De momento, la invisibili­dad ofende pero te deja vivir aquí y allá, disfrutar de unos churros en Casa Aranda o del servicio de El Pimpi, a la sombra de la catedral y de las fotos de Orson Welles en su homenaje (son españoles pero hacen las cosas bien en Málaga).

Ya en casa, en Barcelona, uno piensa que lo mejor es no dar la lata –de hecho, la hemos dado poco los de aquí y así se han crecido algunos que incluso le dieron en su día en el carnet de identidad a Raimon– y dejar que sueñen que es un pulso entre Madrid y ellos de manera que si alcanzaran un acuerdo, nosotros, los catalanes invisibles, terminaría­mos de costaleros una Diada de estas.

Entre tanto churrito, ensaladill­a rusa y afeitado, he vuelto hecho un lío con la Diada. Me pasa desde la del 2012, que empezó por un pacto y contra los recortes y a los cinco minutos era indepe. ¿Se exigía diálogo en la Meridiana, derecho a decidir (ellos) o certificad­o de independen­cia ya?

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