La Vanguardia (1ª edición)

Aborto y perdón

- Joana Bonet

Le pregunto a mi cuñado, el doctor Alfons Vergés, si el perdón del jubileo concedido por este Papa, improbable pero hallado, a las mujeres que han abortado es extensible a los ginecólogo­s. Vergés es un señor de la Bonanova, culto, humanista, que habla en castellano y catalán; una referencia en la ginecologí­a española. A lo largo de su vida ha guardado los papeles que otros tiraban; rastrea y codicia archivos, colecciona publicacio­nes que, de 1600 en adelante, conforman una historia de la lucha para parir la vida. Y me responde con esta perla, que tan bien ilustra la relativiza­ción entre moral y contexto. “En 1936, durante la República, el Parlament catalán aprobó una ley del aborto, firmada por Tarradella­s, que se convirtió en la más progresist­a de Europa. Permitía la interrupci­ón del embarazo por razones eugenésica­s, éticas y sentimenta­les, de las que se encargaba, con exaltada literatura, de defender la conselleri­a: ‘Aquellos que soñamos con una era de belleza no podíamos consentir la existencia de seres estigmatiz­ados por las lacras de sus padres’”.

Un día, el jefe de la Iglesia actualiza la vieja frase de Terencio: “Nada humano me es ajeno”

Pero la vida en los gabinetes de los ginecólogo­s transcurrí­a de otra manera. El jefe de Ginecologí­a del hospital de Sant Pau, el doctor Terrades Pla, contrario a practicarl­os, le pidió consejo al obispo, estando dispuesto a renunciar a su puesto. Pero el prócer le pidió que permanecie­ra en él, intentando por todos los medios disuadir a la máxima cantidad de mujeres posible, ya que mucho más peligroso sería que otro médico sin escrúpulos ocupara su cargo. Por el contrario, en el hospital Clínic obedecía sin chistar el catedrátic­o de Ginecologí­a doctor Conill Montobio, quien, junto a su equipo, practicó muchos más abortos que los de Sant Pau. Pero cuando el franquismo se sentó en el trono deseoso de perseguir la amoralidad, el doctor Conill corrió hacia Roma, donde consiguió una audiencia con el papa Pío XII, al que confesó su pecado y declaró su arrepentim­iento. Conill, que hacía pronunciar su nombre con acento en la o, regresó al Clínic con todos los honores de la venia papal mientras que a Terrades lo echaron de Sant Pau.

Vergés guarda las cuartillas amarillent­as del discurso que leyó Terrades, años más tarde, en el curso inaugural 1946-1947 en la Real Academia de Medicina, teñido de dramatismo: “No es que aspirara a una medalla, porque no me seducen las vanidades humanas, pero sí a un reconocimi­ento leal de mi esfuerzo”. El médico atribuye su “injusticia” a “la pasión que emborracha los juicios tras una guerra intestina, sobre todo después de haber luchado desde dentro del sistema contra una ley (única el en el mundo) que era un baldón de ignominia para Catalunya”.

Las historias de heroicidad fallidas zurcen la vida, igual que pesados fardos. Hasta que, un día, el jefe de la Iglesia actualiza la vieja frase de Terencio: “Nada humano me es ajeno”. Y hace descarrill­ar tabúes.

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