La fuerza política del sí
Joan Fuster publicó en 1980, en Notes d’un desficiós, lo que llamó una “impertinencia política”: “¡El Demonio, ahora no sé si según la Biblia o según Milton, era un fulano especializado en decir no!”. Quizás Fuster se refería al Fausto de Goethe, donde Mefistófeles confesa “soy el espíritu que siempre niega”. No extraña el carácter diabólico atribuido al no en esta tradición literaria. Porque, sin necesidad de ponerse eruditos, es evidente que el no tiene siempre un carácter más bien antipático y malhumorado, precisamente por su negatividad intrínseca. El no siempre bloquea, trunca posibilidades, detiene proyectos e iniciativas, produce frustración y genera desconfianza. Nada bueno, en el fondo, puede fundarse sobre la negación. Por eso, tanto los movimientos emancipadores como los de defensa de los derechos civiles y fundamentales tienen un atractivo que los hace imbatibles: en realidad, incluso la oposición al totalitarismo, al crimen y las torturas o a la injusticia no son, en realidad, un no, sino un sí radical a la vida, la libertad, la democracia y la justicia.
A veces, sin embargo, la negación, cuando es tan reiterada e inamovible, se vuelve ridícula. No extraña, así, que Fuster añadiera un apéndice burlón: “A mí, personalmente, el Demonio siempre me ha hecho una cierta gracia...”.
Es un poco lo que está pasando ahora en Catalunya, donde el sí y el no ya han determinado el contenido y la orientación de las diferentes opciones políticas que concurren a las elecciones, con independencia incluso de que algunas de las opciones se reconozcan o no en ello. La discusión sobre si estas elecciones son plebiscitarias o no es una discusión puramente nominalista. Unas opciones están por la negativa a modificar sustancialmente el statu quo, con todos los matices que se quiera, y otras, dos en concreto, están, de acuerdo con un sentir muy mayoritario, por lo que parecen insinuar tanto las encuestas como las movilizaciones masivas de los últimos años, en favor de un cambio sustancial de la realidad política de Catalunya y de su relación con el Estado español. Las cartas del sí y del no ya están repartidas.
Quizás por eso, entre algunos partidarios del no, han empezado a emerger algunas reacciones como mínimo pintorescas, fruto, probablemente, de una cierta incomodidad, como confesaba el otro día a L’oracle de Catalunya Ràdio el exfiscal superior de Catalunya, quien reconocía cómo, a diferencia de los partidarios del sí, que están haciendo continuamente propuestas y presentando proyectos, dibujando escenarios y prometiendo cambios, y además de manera festiva y con una sonrisa, los partidarios del no tienen que resignarse a ir a la contra, desmintiendo, recordando prohibiciones (como si las leyes sólo sirvieran para prohibir), negando posibilidades, explicitando inconvenientes, profetizando escenarios terribles y anticipando la catástrofe.
Seguramente es también por eso por lo que se ven actitudes parecidas a aquellos impulsos extravagantes y primitivos que Oliver Sacks identificaba con el síndrome de Tourette. Quizás sólo así se entienden reacciones como las de todo un ministro de Defensa amenazando (negativamente, claro está: “Si todo el mundo cumple con su deber, le aseguro que no hará falta ningún tipo de actuación como la que usted está planteando”) con el espantajo de una intervención del ejército, o como las del secretario general de Podemos, dicen que con vocación de gobierno en España, amenazando al presidente Mas con sexo y látigo, y sugiriendo, en lugar de propuestas coherentemente argumentadas, prácticas vagamente sadomasoquistas que pretenden sustituir la mínima racionalidad política por una especie de friquismo posmoderno.
Y es que, metafísicamente, la fuerza del sí parece irresistible. Porque la potencia creativa de la acción política siempre ha sido positiva, e incluso “alegre”, como ya nos enseñó hace unos siglos Spinoza, y por eso Hannah Arendt la identificaba con la natalidad y la consideraba una energía imbatible.
En el fondo, de lo que se trata es de votar y de expresar en las urnas, pacíficamente, con respeto y libertad, lo que quiere la ciudadanía. Y después la acción institucional y la práctica legislativa ya le dará forma y adaptará, donde hagan falta, las leyes y toda la ordenación jurídica. Ya lo decía Tomás de Aquino, “politica ordinatur ad bonum commune civitatis”, sugiriendo, con este principio fundamental de la filosofía del derecho, que la política y las leyes se tienen que subordinar al bien común, que no es sino la expresión de la voluntad colectiva. No son, estas, unas elecciones más: desde el abad de Montserrat hasta The Wall Street Journal han reconocido su trascendencia, porque saben que, el día 28, no habrá más opción que cumplir el mandato que expresen las urnas.
Se trata de votar y de expresar pacíficamente en las urnas, con respeto y libertad, lo que quiere la gente