El arte de la disidencia
Mi primer profesor de filosofía era un señor muy anticuado y pulido, con brillantina en su planchado cabello negro y bigotillo recortado al estilo fascista, que además se llamaba Jesús Relimpio Peinado. El día en que algunos alumnos, espiando unos papeles, descubrimos su también redundante segundo apellido, reímos a carcajadas hasta llorar. Pues bien, aquel hombre lo quería controlar todo y consideraba que estornudar era un acto bajo, propio de animales, que se podía y debía reprimir mediante la voluntad. Por ello llegó a castigar a un alumno alérgico, gran especialista en estornudos estentóreos a medio silogismo de Aristóteles.
¡Ah, el control!... El sueño de todo tirano es obtener de los ciudadanos a quienes manda –más que gobierna– una obediencia absoluta, una sumisión o lealtad incondicional y, puestos a pedir, una gratitud y hasta un amor del todo injustificados. A los tiranos en general y especialmente a los asiáticos, les encanta que sus acojonados subordinados se dirijan a ellos mediante la fórmula “Querido Líder” o “Amado Líder”. En los ambientes autoritarios es fácil convertirse en disidente. En la Cuba de Castro bastaba con ser homosexual para ser carne de cárcel y en la Rusia de Stalin publicar unos versos de tono libertario significaba un billete a Siberia. En la Camboya de Pol Pot el requisito era otro: bastaba con llevar gafas, lo cual indicaba capacidad para leer, pensar y criticar al gobierno dictatorial. Y en muchos países machistas –musulmanes o no– habitados por millones de personas, basta con haber nacido mujer para sufrir el maltrato y los castigos que allí se suelen infligir a los disidentes.
El artista chino Ai Weiwei fue considerado disidente por señalar que en un terremoto de su país se derrumbaron las escuelas mal construidas. ¿Cómo que “mal construidas”?... A veces basta muy poco para convertirse en un disidente. Incluso un estornudo.