La izquierda radical toma el poder
Si no entramos en detalles, el resultado del 27-S es un empate. Más allá de las discusiones sobre si contar votos o escaños, el espejo de estas elecciones nos ha devuelto una imagen de división en dos bloques. Como señala Daniel Innerarity, “en los empates el electorado se expresa a favor de la reversibilidad, de no otorgar a nadie un poder absoluto o definitivo”. Y recuerda el principio de Wittgenstein según el cual una falta de decisión es una manera de decidir. De decidir que, por ahora, no se desea zanjar la cuestión, que se deja en suspenso. Una decisión que se toma, además, con el aval de una elevada participación electoral.
El empate suele funcionar como una fuerza disuasiva, ya que impide el avance. Pero los partidos que han propiciado la cita con las urnas no van a tirar la toalla dada su victoria inapelable en escaños. Y eso lleva a una encrucijada difícil. Convergència y Esquerra ya hicieron una dolorosa cesión de soberanía para crear Junts pel Sí. Producir más dosis de generosidad para incorporar a una fuerza genéticamente díscola con las instituciones como es la CUP es más de lo que seguramente el partido de Artur Mas puede soportar. Entregar la cabeza del presidente a la última fuerza política del Parlament sería una temeridad y un suicidio. Pero la perspectiva de vender a la CUP parte de su alma ideológica para salvar al líder tampoco es una cuestión menor.
Concentrados como estábamos en el eje nacional, no prestamos atención a la dicotomía derecha-izquierda. Y resulta que esta ha hecho de las suyas. Si la CUP ha obtenido tan buen resultado es porque se ha beneficiado de esa dualidad. Quien deseaba la independencia pero denostaba lo que representa Convergència votó a la CUP. Y esa voluntad entra ahora en contradicción flagrante con la aritmética parlamentaria. Una parte de Convergència coqueteaba incluso con la ilusión de forjar un polo independentista con ERC al estilo de lo que en su día imaginó Pere Esteve. Pero una cosa es dar un giro hacia una socialdemocracia con toques radicales y otra es supeditarse a una fuerza anticapitalista, contraria a UE, al euro e intrínsecamente instalada en el extremismo y casi en la antipolítica. ¿Qué hace CDC en la Internacional Liberal si asume parte de los postulados programáticos de la CUP?
Los vericuetos de la política catalana y su afición a instalar la anomalía como norma gracias a las “soluciones imaginativas” pueden ensamblar casi cualquier cosa, pero no será gratis. En su afán por desprenderse del fardo de las viejas ataduras, CDC corre el riesgo de perder todo su capital político y, con él, buena parte del modelo social implantado en las últimas décadas en Catalunya. De tanto augurar el fin de las ideologías, nos lo hemos acabado por creer. Primero llegó la decepción con los políticos y su expul- sión del paraíso para ser sustituidos por todo tipo de actores (incluso literalmente hablando). Cualquier profesión nos parecía más adecuada para representarnos que la de político. Junts pel Sí (y también Catalunya sí que es Pot o BComú) son claros ejemplos. Después, el auge de los movimientos sociales impuso la cultura de los fines. Ya no importa el cómo, sino sólo la meta perseguida. Pero ya defendió Bobbio la vigencia de las alternativas de izquierda y derecha, como previno del riesgo de subestimar el valor de los medios.
La disyuntiva a la que nos aboca el resultado electoral es vertiginosa: o nuevas elecciones en enero, las cuartas en po-
En el afán de dejar atrás viejas ataduras, CDC se arriesga a perder su capital político
co más de cinco años, o una alianza contra natura para afrontar nada menos que un proceso de independencia. Pablo Iglesias ha salido escaldado de la campaña catalana. Como politólogo, confesaba que había descubierto la enorme complejidad de este ecosistema político. El resultado de su formación ha sido bastante discreto. Y, sin embargo, nunca había tenido tanto poder la izquierda radical en Catalunya. Paradojas. Los indignados, sean de la CUP o de Ada Colau, toman el poder.