Veinticinco años de unidad alemana
EL 3 de octubre de 1990 nació un nuevo Estado en Europa con la reunificación de una vieja nación. A partir de aquel día, los alemanes dejaron de vivir separados por las fronteras que había creado la Segunda Guerra Mundial y la división del mundo en dos bloques ideológicamente irreconciliables. El fin del imperio soviético, las ansias de libertad de millones de ciudadanos y la determinación de algunos políticos –especialmente del canciller Helmut Kohl– hicieron posible la unidad de Alemania, a una velocidad sorprendente en términos históricos. Entre la caída del muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, y la reunificación apenas pasaron once meses.
Nadie se lo esperaba, la realidad superó cualquier previsión. Valga como ejemplo el vaticinio del entonces presidente de la República Francesa, François Mitterrand, emitido el 28 de noviembre de 1989: “No tengo que hacer nada para impedirlo; los soviéticos lo harán por mí. Nunca permitirán la existencia de esta Alemania ampliada justo delante de ellos”. Pero el presidente soviético, Gorbachov, no tenía muchas alternativas ante la presión de la población, la necesidad de hacer avanzar la agenda de reformas de su perestroika y el apoyo decidido que EE.UU. dio a Kohl. Por otra parte, el presidente George Bush padre tuvo una gran influencia a la hora de arrastrar a británicos y franceses a la mesa de negociaciones. Finalmente, Londres y París, que veían con preocupación el surgimiento de una Alemania que rompía unos equilibrios que les eran cómodos, no tuvieron otro remedio que ceder.
La reunificación representó un desafío de gran mag- nitud para la población de ambos lados. Como subraya el historiador Tony Judt, “los alemanes orientales entraron en la República Federal a fuerza de subvenciones, con sus trabajos, sus pensiones, su transporte, su educación y su vivienda financiados por un enorme incremento del gasto público”. Esta apuesta funcionó, pero “después de la euforia inicial de la unión, en realidad a muchos Ossies (habitantes del Este) les decepcionó el triunfalismo paternalista de sus primos occidentales, sentimiento este que aprovecharían con cierto éxito los excomunistas en futuras elecciones”. Por su parte, los habitantes del Oeste no siempre asumieron de buen grado los esfuerzos que exigía la reunificación.
Con más o menos problemas, los alemanes empezaron a andar como un nuevo Estado que, con el tiempo, debía acabar siendo también una sola sociedad. Bajo la antigua RDA habían crecido dos generaciones, que tenían una cultura política y unos valores diferentes a los de los ciudadanos occidentales. Más allá de estas consideraciones, la nueva Alemania pasó a ser, a partir de ese momento, un actor político de primer orden además de lo que ya era, una potencia económica. Berlín tiene hoy capacidad de liderazgo y lo ejerce dentro del marco de la UE, como podemos ver al referirnos a la deuda griega, la guerra de Ucrania o la crisis de los refugiados, en que ha dado una lección sobre la acogida de extranjeros. Esta acogida y los retos por superar, hoy como hace 25 años, fueron uno de los ejes de los actos conmemorativos celebrados ayer en todo el país, bajo el título “Superando fronteras”. La Alemania de la canciller Merkel –nacida en la RDA– confirma que la historia nunca es inmutable.