Kafka nunca se va del todo
Hace ahora cien años, en otoño de 1915, Franz Kafka publicó La metamorfosis: la historia de Gregorio Samsa, que un día despertó convertido en escarabajo. A pesar de su primera página, esta obra no pertenece a la literatura fantástica, sino a la realista. En ella se nos ofrece –como subrayó Jordi Llovet– una crítica del modelo familiar pequeñoburgués y se desgranan sus frecuentes relaciones de amor y odio.
Por su brevedad y contundencia, La metamorfosis es la pieza más conocida del autor praguense. Pero acaso sea El proceso –la historia de Josef K., detenido por un crimen que ignora y juzgado según una ley que desconoce por unos jueces remotos– el libro que más ha hecho por dar significado al adjetivo kafkiano. Es decir, el que define las situaciones complejas, de incierto desenlace, opresivas, reflejo del absurdo y las angustias de la sociedad moderna.
Hoy, en Catalunya, se habla sin tregua del proceso. No del de K., sino del que, al decir de parte de los catalanes, debe conducirnos a todos a la independencia. La iniciativa nos es presentada como de riesgos y costes controlados. Pero, aunque sus impulsores se lo callen, este proceso de construcción tiene un envés de destrucción. Construir, nos dice el diccionario, es hacer una cosa juntando los elementos necesarios. Y destruir es convertir una cosa en pedazos o hacerla desaparecer.
A falta de los elementos necesarios –las razones de peso incontestables (no las sentimentales) o el consenso mayoritario–, y estando dispuestos a hacer pedazos, o dañar seriamente, recursos preexistentes –la identitaria cultura de la negociación y el pacto, los vínculos con otros pueblos de España–, los independentistas van recolectando ideas infundadas, con gran desparpajo, para armar su relato.
Dicho relato persigue la elaboración de un argumentario que embellezca y proteja el día a día del proceso, blindándolo ante toda crítica. Un proceso que se plantea como la única respuesta posible al supuesto latrocinio español. Que se exige culminar de inmediato: tiene que ser ahora. Que se quiere irreversible y cerrado al acuerdo: ya no estamos, se proclama, para eso.
Todo ello no es óbice para proclamar el carácter democrático de la operación, así como el antidemocrático de quienes la cuestionan, orillando las sucesivas acciones de la Generalitat al límite de lo legal. Algunos mitifican ya a Mas como el gran rebelde democrático. Mientras, buena parte de su Govern parece desmovilizado.
Las manifestaciones uniformadas y coreografiadas del 11-S son, al parecer, la emanación espontánea de un pueblo que sonríe (aunque ciertos hooligans soberanistas sonríen confeccionando y divulgando listas de periodistas desafectos, de uso aún impreciso). La incertidumbre legada por el ajustado voto del 27-S se describe, para tranquilizar, como el barniz de una era política nueva e incomparable...
En suma, asistimos al sacrificio de la realidad en el altar mágico del proceso. Los independentistas ya sólo reconocen como real el objeto de su deseo; y, como pluralidad, la que se da entre sus adeptos. El resto es ruido. Para ellos, no existen o no merecen consideración las balanzas fiscales que no llevan su firma. Ni los consejos de Obama, Merkel, Cameron o la Comisión Europea (¿qué sabrá el mundo?). Ni los daños económicos colaterales de la independencia. Para ellos, las reservas dictadas por la prudencia son fruto del discurso del miedo. La realidad ya no es la que es: la realidad es su sueño. Los comicios del 27-S fueron resumidos en portada por la prensa soberanista con titulares tipo “Mayoría absoluta” o “Adéu Espanya”. Y en la web de la ANC, como “un mandato claro e inapelable” para seguir hacia la independencia. (Es de rigor citar aquí los titulares simétricos de cierta prensa madrileña, apostada en la trinchera de enfrente, pero más panfletaria y miope si cabe: “Mas no consigue sus objetivos”, “Cataluña no se quiere ir”). A todos les cuesta ya respetar los hechos, que son dolorosamente simples: Catalunya está dividida.
Quizás la independencia cambie algún día nuestra estructura estatal. Pero un nuevo pasaporte no cambiará a los catalanes. Seremos igual de listos y de tontos. En uno de sus aforismos de Zürau, Kafka escribió: “Examínate en relación con la humanidad: hace dudar al que duda, hace creer al que cree”. Y, en otro: “Una fe como una guillotina, tan pesada, tan ligera”.
El género humano es tozudo. El catalán, más. La eficaz e indesmayable campaña de agitprop de las organizaciones independentistas, bendecida por el Govern y amplificada hasta el empacho por la tele y la radio públicas, insiste en reducir nuestro carácter plural a lo monolítico; en metamorfosear al pactista en rupturista. Espero, por tanto, que este proceso regresivo tenga el éxito que merece. Si tuviera más, sería un éxito kafkiano. Diría que no es obligado aceptar tan severa transformación para conmemorar el centenario de Samsa; ni para homenajear a Kafka, su padre: con releerle ya basta.