Vencedores y vencidos
Ha escrito Eduardo Mendoza ( El País, 30/IX/2015) que “la historia nos enseña que, por desgracia, la mayoría de los conflictos no se solucionan hasta que no estallan”. Y también que “el meollo del conflicto es el conflicto”. Los resultados del 27-S podrían tomarse como una deflagración, como un estallido, y también como la cruda realidad de las entrañas del conflicto. Lo que se ha comprobado es que Catalunya está escindida entre el sí y el no a la independencia, entre el apoyo y el rechazo al proceso soberanista, de una manera tal que bloquea toda salida que no sea negociada. El práctico empate entre los unos y los otros determina una tesitura que resultaría exasperante si, como parece puede ocurrir, se impone la dialéctica de la determinación objetiva de quienes son los vencedores y quienes los vencidos. Por mucho que se empeñen los contendientes, ninguno ha ganado el envite del 27-S, o, en otras palabras, ambos lo han perdido.
El independentismo ha demostrado su fortaleza hasta el límite, que ha consistido en obtener una mayoría absoluta en el Parlament –sumando las heterogéneas listas de Junts pel Sí y la CUP– sin una correlativa de votos populares. El plebiscito, en palabras de Antonio Baños, “se ha perdido” pese a una mayoría de escaños que ahora no sabemos si será la idónea para investir a Artur Mas. De otra parte, los partidos opuestos a la hoja de ruta independentista han logrado una precaria mayoría en sufragios, pero han perdido en número de diputados. De la misma manera que no resulta viable llevar a la secesión a una comunidad con los datos del 27-S, resulta también obvio que un Estado bien integrado no funciona cuando una de sus nacionalidades plantea una resistencia de tanta envergadura a su propia integridad como la demostrada el pasado domingo en Catalunya.
Enfangarse, pues, en la dialéctica de los vencedores y de los vencidos hace que, como alertaba Eduardo Mendoza, el conflicto sea el propio conflicto, es decir, que la cuestión esencial sea la goyesca y grotesca pelea a garrotazos sin enfocar la posibilidad de soluciones. Este del 27-S no es un partido con prórroga aunque haya terminado en un práctico empate y, en consecuencia, compromete a las partes a jugar su continuación por procedimientos diferentes. Ni los unos podrán –carecen de legitimidad alguna para ello– saltarse la ley invocando una victoria que no se ha producido, ni los otros podrán ampa- rarse simplemente en la ley cuando los comicios del 27-S plantearon con una razón moral de carácter político no cuestionable su deseo de que la ley cambie. Tablas, empate, bloqueo, igualdad de fuerzas… denomínese como se quiera, pero la única deducción realista de las elecciones catalanas es que emitieron un mandato imperativo de solución política negociada que salte, sin solución de continuidad, de la norma vigente a la futura.
Ahora bien, para eludir la espiral del conflicto y la dialéctica de vencedores y vencidos, se requiere que sus interlocutores protagonistas cambien. Ellos no constituyen el problema, pero lo representan. Artur Mas ha sido un político destructor que ha surfeado sobre un movimiento popular que ha incrementado y propulsado en vez de encauzarlo de manera más razonable. Ha liquidado el catalanismo, mutado el nacionalismo en independentismo, destruido la federación nacionalista, y dejado en almoneda el sistema de autogobierno catalán derivado de la Constitución y el Estatut. Sin simetría ni equidistancia, porque su responsabilidad es de menor entidad, Mariano Rajoy ha sido un presidente del Gobierno incapaz de arbitrar un esquema de solución practicable, limitándose a abrazar un discurso monocorde e insuficiente de aplicación de la ley como ultima ratio de su acción gubernamental y política.
Ninguno de los dos rescata la situación de Catalunya del conflicto porque ellos son su más acabada expresión. De ahí que ni es deseable que Artur Mas sea de nuevo presidente de la Generalitat, ni Rajoy se perfile como idóneo para, en un futuro inmediato, instrumentar una solución negociada. Ambos, además, están en el germen del conflicto y de la hostilidad a tal punto que el uno y la otra los han devorado ante sus propios electorados y los ajenos, representando la quintaesencia del error en la gestión de los intereses públicos. Con ellos en sus actuales responsabilidades, el conflicto seguirá ensimismado, la dicotomía vencedor-vencido funcionando y el pulso tensando la musculatura política y social de un país exhausto y hastiado no tanto de la cuestión catalana cuando de su pendencia como problema que se proyecta, aquí y ahora, como irresoluble. Cambiar por completo el marco de referencia de la situación política en Catalunya es, además de urgente, imprescindible.
Mas y Rajoy, en distinto grado, son la representación del irresuelto conflicto catalán