La Vanguardia (1ª edición)

La regla de los diez minutos

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A esta madre le gustaría llegar a casa una noche y que sus hijos salieran corriendo a abrazarla con solo oír el chasquido de la llave en la cerradura. Antes lo hacían, pero ahora, si quiere que alguien la reciba así, tendrá que comprarse un perro. Al menos eso es lo que le han dicho sus amigos que llevan más años en esto de la paternidad. No es por pereza o desidia, ni siquiera porque están en plena pubertad, pobres criaturas, sino porque están en sus habitacion­es haciendo los malditos deberes del día contra reloj. Por no hablar del fin de semana. Detrás de una larga lista de deberes siempre hay unos grandes niños estresados..., y unos padres angustiado­s. Al dilema de si hay que sentarse con ellos a hacer los deberes (craso error el de meterse en el papel de profesor de repaso) se suma otro: si hay muy pocos deberes, mal; si hay muchos, mal también.

Llevamos tanto tiempo haciendo estas tareas, tantas veces ab- surdas como rellenar fichas o copiar en limpio en un papel lo que pone el libro, que ya no nos acordamos de cuando no las hacíamos, la Arcadia que era llegar por la tarde y aprender abajo, del dictado de la calle. Pero ahora ya no hay calle para salir a jugar, ni padres a las cinco en casa, y en su lugar hay unas actividade­s extraescol­ares que llenan un tiempo de ocio de gran valor. Si el día sólo tiene 24 horas y diez deberían ser para dormir, echen cuentas.

Quizás si esta madre defendiera aquí la abolición de la tortura de los deberes, sus hijos se le col- garían del cuello al verla y la convertirí­an en la mamá enrollada más popular del cole. Pero no está por la labor, oh, sino por el término medio, lo que se conoce como la regla de los diez minutos: en infantil, cero deberes; en primero de primaria, diez minutos, y luego ir subiendo por curso de diez en diez hasta el final de la ESO. La escuela memoricist­a, de repetición, se ha pasado tres pueblos, pero también es cierto que en clase no se puede llegar a todo y que los alumnos deben aprender a hacerse responsabl­es. Un buen profesor sabrá qué hacer.

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Susana Quadrado

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