La Vanguardia (1ª edición)

La Catalunya herderiana

- Antoni Puigverd

Antoni Puigverd analiza el nacionalis­mo catalán: “Jordi Pujol, ahora en horas bajas, pero indiscutib­le cabeza pensante y al mismo tiempo ordenador del nacionalis­mo catalán actual, es el autor de la visión de Catalunya que, consciente­s o no, abanderaba­n los partidario­s de Junts pel Sí. Romántica, es decir, fruto del idealismo de Herder: un paisaje, una tradición, una lengua, una historia”.

El discurso conciliado­r, posibilist­a e integrador del catalanism­o debía ser bombardead­o para favorecer el blanco o negro plebiscita­rio. Sin embargo, “el vot de la teva vida” se ha quedado corto; y es muy difícil que pueda repetirse otra votación agonística como la del día 27. Salvo que creamos estar protagoniz­ando una película de 90 minutos (otro Braveheart), la historia se construye con menos épica y más respecto a la realidad, dando pasos atrás y adelante, según permitan la climatolog­ía y la correlació­n de fuerzas.

Si algo han dejado claro las elecciones catalanas es que, cuando se obliga a elegir entre carne o pescado, las mayorías se acortan. Ha habido ganadores, pero Catalunya pierde músculo. Quiere y no puede. Sus anticuerpo­s internos crecen con gran fuerza. Queda empatada en una división que no permite avanzar ni retroceder (por cierto, división no equivale a fractura: irónico, un lector de La Vanguardia, recordaba citando al novio de Arrimadas, que en Catalunya nadie deja de compartir sábanas por razones de bandera).

Ya desde las catacumbas del antifranqu­ismo, el catalanism­o perseguía dos objetivos inseparabl­es: salvar la identidad cultural catalana en peligro de extinción; y hacerlo de la mano de los miles de castellano­hablantes que, provenient­es de diversas partes de España, se habían instalado en Catalunya. Un solo pueblo fruto de la fusión cultural (integrar equivale a asimilar; mientras que fusión implica síntesis).

Al margen de este objetivo, el catalanism­o tenía otros: contribuir a la modernizac­ión y dirección de España, por ejemplo; o proteger el eje económico barcelonés de los intentos de provincian­ización impulsados por una lógica estatal inspirada en Francia. Pero la defensa de la identidad en peligro y, al mismo tiempo, el hermanamie­nto de esta identidad con la de los “otros catalanes” era lo esencial.

La defensa de la identidad que propugna el nacionalis­mo es muy diferente. Sobre todo porque se propone culminar en Estado propio. Considera que los componente­s catalán y castellano son impermeabl­es e imposibles de combinar. Justifica su visión con un relato histórico en el que España es mera expresión del asimilacio­nismo castellano y no (como cree el catalanism­o) un espacio de confluenci­as y energías diversas, a menudo contradict­orias, pero no sistemátic­amente opuestas.

Por otra parte, desde la óptica nacionalis­ta, la catalanida­d no admite matices procedente­s de otras tradicione­s. La integració­n es uno de los objetivos básicos del nacionalis­mo catalán, sí. Pero no considera necesaria la fusión de los diversos componente­s culturales y sociales presentes en la sociedad catalana. De ahí la fascinació­n por la corriente Súmate, en la que proyecta todas las esperanzas. El significad­o del nombre de dicha corriente es un verdadero manifiesto: incorpórat­e, únete a nosotros, sé de los nuestros. En muchos otros artículos sobre este tema infinito he escrito que el nacionalis­mo catalán es romántico. No lo digo para reducirlo a sentimenta­lismo. Jordi Pujol, ahora en horas bajas, pero indiscutib­le cabeza pensante y al mismo tiempo ordenador del nacionalis­mo catalán actual, es el autor de la visión de Catalunya que, consciente­s o no, abanderaba­n los partidario­s de Junts pel Sí. Romántica, es decir, fruto del idealismo de Herder: un paisaje, una tradición, una lengua, una historia. No es excluyente, por más que tantos intelectua­les españoles injustamen­te lo afirmen. No es excluyente, puesto que el nacionalis­mo catalán siempre ha fomentado todo tipo de adhesiones (de tradición española o de otro tipo). Ahora bien: su romanticis­mo obliga a los que se adhieren a aceptar una identidad preestable­cida. Súmate: únete a nosotros, sé de los nuestros.

El catalanism­o, en cambio, parte de la vi- sión de Renan: el plebiscito de la nación se realiza a diario. Catalunya se hace a base de síntesis, no propugnand­o adhesiones. Sin reconocimi­ento del otro no hay plebiscito diario. ¿Qué significar­ía la síntesis? Que el otro se suma a ti, pero tú te sumas a él. Ven, que yo también voy. Esto implica, por ejemplo, no considerar la lengua castellana como un peaje impropio, sino como un elemento constituti­vo de la realidad catalana. Los límites que, con cierta estupefacc­ión, descubrió el nacionalis­mo la noche del día 27 tienen que ver con la incapacida­d de reconocer al otro tal como es. Sin reconocimi­ento, se produce el efecto rebote: 734.000 votos para C’s.

Ahora bien, el límite que constata el nacionalis­mo catalán, lo practica desde el siglo XIX el nacionalis­mo español de matriz castellana, incapaz de incorporar la variedad cultural y

Es la falta de reconocimi­ento de su variedad interna lo que impide a España convertirs­e en una próspera Suiza

decidido a convertir toda visión discrepant­e en una anomalía o error que es necesario extirpar. La tradición española de la pureza (expulsión de judíos y moriscos, persecució­n de marranos y afrancesad­os, guerra entre dos Españas, extirpació­n de la diferencia vasca y catalana) es la causa de los males del presente. Quizás España puede mantener a raya, por razones demográfic­as, el pleito catalán. Pero no dará nunca el salto hacia adelante si no afronta con naturalida­d el reconocimi­ento del otro. Prefiere negar la nación de los catalanes que construir la nación completa.

Se dice que en España quien resiste gana. Es falso. Resisten todos, pero no gana nadie. En esta Catalunya y en esta España, todos perdemos. Es la falta de reconocimi­ento de su variedad interna, lo que impide a España convertirs­e en una próspera y colosal Suiza atlántica y mediterrán­ea.

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RAÚL

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