La Vanguardia (1ª edición)

El arte por el arte

François Olislaeger publica en Turner una singular biografía del artista francés

- JOSEP MASSOT Barcelona

Turner publica Marcel Duchamp. Un juego entre mí y yo, del dibujante Françóis Olislaeger, una pequeña joya editorial que invita a deambular por la vida del artista conceptual a través del cómic.

La editorial Turner acaba de publicar una pequeña joya de la edición. Marcel Duchamp. Un juego entre mí y yo, de Françóis Olislaeger. Es a la vez un ready-made del cómic, un cuadro en movimiento, un libro río, acordeón extensible de seis metros que invita a un deambular por la vida de Duchamp que puede ser infinito, porque el fin muerde el principio. Olislaeger (Lieja, 1974), que vive entre París y México y se inspira en el ácido Win Delvoye y en los códices aztecas, es un dibujante que une teatro, baile y narración: en un espectácul­o de Mathilde Monnier dibujó los movimiento­s de los bailarines sobre una pantalla gigante. En el Museu de Sabadell pudo verse Echoesland, su interpreta­ción gráfica de un texto de Pauline Fondevilla a partir del Little Nemo en Slumberlan­d de Winsor McCay.

De Duchamp le interesa “su trayectori­a singular. Su lado anarquista, su manera de no pertenecer a ningún grupo o movimiento. Su posición en su época y su manera de contestarl­a, directamen­te o anticipánd­ose cuatro movimiento­s, como si fuera un juego de ajedrez. Y la poesía inmensa y omnipresen­te con la que vivía”.

El formato del libro invita a ver a Duchamp como un flâneur, pero también como un nómada. “Flâneur me parece justo –dice–. Caminante, también. Ese formato viene de unos cuadernos que uso para hacer bocetos. Es una forma europea de concebir el tiempo, como los frisos cronológic­os. También los mayas y aztecas lo usaron para los códices, que son narracione­s gráficas. Porque no tiene fin, se puede poner en círculo como la obsesión de Marcel por el círculo (rotorrelie­ves, rueda de bici, etcétera)”. El autor ha querido dibujar una biografía lineal y caótica, “en la que el azar tiene su oportunida­d y en la que el lector puede escoger su camino de lectura como Marcel escogió el suyo”.

Olislaeger presenta la vida de Duchamp como la búsqueda de la clave de un enigma. “Me interesa de él –dice– su manera de estar aquí y no estar aquí. Más que un misterio, le caracteriz­a una forma de pensamient­o undergroun­d, como una semilla bajo la tierra, que va a salir de varias formas, en varios lugares y tiempos. La llave, más que una clave de su obra, es una llave para tener siempre posi- bilidades de abrir puertas. Creativas, intelectua­les, inmaterial­es. Una aventura del espíritu”.

Al final pintó una ventana tapiada, y el espectador ha de acercar el ojo a la cerradura para ver algunas de sus obras. ¿Cómo completar sus obras con nuestra mirada?. “Sí, es cierto –contesta el autor–, Marcel dijo que la obra la hace quien la mira. Verla a través de una cerradura es pasar un límite. Un límite quizás moral. Un límite como vanguardia. Estar activo para ver la obra de arte, para ver más lejos y cuestionar lo que una puerta significa”.

¿Fracasó Duchamp en su intento de unir vida y arte? Olislaeger responde citando a Robert Fili: “‘El arte es lo que convierte la vida en más interesant­e que el arte mis- mo’. Yo creo que Marcel usó la vida como material, y que toda su manera de vivir fue un acto de arte”.

El neoliberal­ismo utiliza la abolición del juicio propuesta por Duchamp como excusa para abrir las puertas a la hegemonía del mercado. ¿Qué opina? Olislaeger es rotundo: “Me fascina que Duchamp trabajara al final de su vida en el secreto total durante 14 años en un momento en que ya era un artista reconocido. No se preocupó del mercado, de lo que el público quería. La obra fue mostrada después de su muerte, gracias a las notas que dejó para construirl­a. No conozco otra obra tan desinteres­ada por el contexto capitalist­a y tan interesada por la cuestión del arte”.

“Duchamp usó la vida como material y toda su manera de vivir fue un acto de arte”, dice el dibujante

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ÀLEX GARCIA Las páginas desplegabl­es se extienden a lo largo de seis metros

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