Construir deconstruyendo
La deconstrucción y su teoría fueron un invento (por no decir una construcción) de Jacques Derrida, un postestructuralista francés de origen argelino que ahora yace más olvidado que otra cosa. Felizmente, me atrevería a escribir. Porque era oscuro y plúmbeo y, para decirlo en corto, jamás pude con él, mucho menos cuando estuvo de moda. Sí, ya sé que hay quien lo considera uno de los mayores filósofos del siglo XX, pero déjenme que les diga que, a mis años, ni eso ni sus numerosos y farragosos libros me impresionan demasiado. Es más, el logocentrismo contralo gocentrista (yo me entiendo) de Derrida siempre me pareció lo que ahora llaman postureo. Un bluff si quieren. Él mismo explicaba que el palabro era hijo espúreo de la destruktion empleada por Heidegger en Ser y tiempo y la disociación freudiana. En realidad, dejen que se lo traduzca, se trataba de buscarle los tres pies al gato, dándole vueltas al texto para buscarle otros significados alejados de lo evidente. No era un método, pero se convirtió –precisamente– en un método de seudoanálisis crítico que triunfaba y se irradiaba desde Estados Unidos cuando yo era joven.
Más tarde, la deconstrucción llegó a la arquitectura y unos cuantos arquitectos deconstruyeron sus edificios, pensando del revés su métier. El deconstructivismo, puro lujo capitalista o poscapitalista opuesto, de paso, al constructivismo soviético, se caracteriza por los edificios con formas raras pero llamativas. Espero que me permitan seguir banalizando, pero son esos edificios en los que el arquitecto empezó, literalmente, la casa por el te-
Construir un nuevo Estado y deconstruir el existente exige no sólo audacia y astucia, sino que el guiso sea comestible
jado. El museo Guggenheim de Bilbao, la famosa y colosal obra de Frank Gehry, sería, a mi irreverente juicio, una buena muestra.
Al fin, en los años noventa, la deconstrucción llegó a lo que de verdad importa: la moda y la cocina. Y proliferaron los trapos cortados y cosidos a retales, por ejemplo, hasta que el genio creador de Ferran Adrià deconstruyó la tortilla de patatas (también llamada tortilla española). Siguiendo con los resúmenes apresurados, digamos que la deconstrucción de Adriá era separar los ingredientes respetando el sabor original, al que se llegaba desde otro aspecto y mediante técnicas desde luego novedosas y a menudo complejas. Todo sorprendente, inesperado y casi mágico, aunque al final uno volvía a lo conocido por vías desconocidas.
Eso sí, y aquí no banalizo, hay que tener las horas de experimento y repetición y el rigor de Adriá para que la deconstrucción funcione en la cocina. Porque servir separados el huevo, la cebolla y la patata, sin más, no es deconstruir la tortilla, es una porquería. Y hemos visto mucha supuesta deconstrucción que no sólo no creaba nada sino que era, sencillamente, demolición. Ignoro si Artur Mas ha sido alguna vez partidario de la deconstrucción gastronómica, pero tal vez debería revisar el concepto. Porque construir un nuevo Estado mientras se deconstruye el existente (y al que él mismo representa) exige no sólo audacia y astucia, sino que el guiso sea comestible. Aunque siempre haya quien esté dispuesto a tragárselo.