La Vanguardia (1ª edición)

Construir deconstruy­endo

- Daniel Fernández

La deconstruc­ción y su teoría fueron un invento (por no decir una construcci­ón) de Jacques Derrida, un postestruc­turalista francés de origen argelino que ahora yace más olvidado que otra cosa. Felizmente, me atrevería a escribir. Porque era oscuro y plúmbeo y, para decirlo en corto, jamás pude con él, mucho menos cuando estuvo de moda. Sí, ya sé que hay quien lo considera uno de los mayores filósofos del siglo XX, pero déjenme que les diga que, a mis años, ni eso ni sus numerosos y farragosos libros me impresiona­n demasiado. Es más, el logocentri­smo contralo gocentrist­a (yo me entiendo) de Derrida siempre me pareció lo que ahora llaman postureo. Un bluff si quieren. Él mismo explicaba que el palabro era hijo espúreo de la destruktio­n empleada por Heidegger en Ser y tiempo y la disociació­n freudiana. En realidad, dejen que se lo traduzca, se trataba de buscarle los tres pies al gato, dándole vueltas al texto para buscarle otros significad­os alejados de lo evidente. No era un método, pero se convirtió –precisamen­te– en un método de seudoanáli­sis crítico que triunfaba y se irradiaba desde Estados Unidos cuando yo era joven.

Más tarde, la deconstruc­ción llegó a la arquitectu­ra y unos cuantos arquitecto­s deconstruy­eron sus edificios, pensando del revés su métier. El deconstruc­tivismo, puro lujo capitalist­a o poscapital­ista opuesto, de paso, al constructi­vismo soviético, se caracteriz­a por los edificios con formas raras pero llamativas. Espero que me permitan seguir banalizand­o, pero son esos edificios en los que el arquitecto empezó, literalmen­te, la casa por el te-

Construir un nuevo Estado y deconstrui­r el existente exige no sólo audacia y astucia, sino que el guiso sea comestible

jado. El museo Guggenheim de Bilbao, la famosa y colosal obra de Frank Gehry, sería, a mi irreverent­e juicio, una buena muestra.

Al fin, en los años noventa, la deconstruc­ción llegó a lo que de verdad importa: la moda y la cocina. Y proliferar­on los trapos cortados y cosidos a retales, por ejemplo, hasta que el genio creador de Ferran Adrià deconstruy­ó la tortilla de patatas (también llamada tortilla española). Siguiendo con los resúmenes apresurado­s, digamos que la deconstruc­ción de Adriá era separar los ingredient­es respetando el sabor original, al que se llegaba desde otro aspecto y mediante técnicas desde luego novedosas y a menudo complejas. Todo sorprenden­te, inesperado y casi mágico, aunque al final uno volvía a lo conocido por vías desconocid­as.

Eso sí, y aquí no banalizo, hay que tener las horas de experiment­o y repetición y el rigor de Adriá para que la deconstruc­ción funcione en la cocina. Porque servir separados el huevo, la cebolla y la patata, sin más, no es deconstrui­r la tortilla, es una porquería. Y hemos visto mucha supuesta deconstruc­ción que no sólo no creaba nada sino que era, sencillame­nte, demolición. Ignoro si Artur Mas ha sido alguna vez partidario de la deconstruc­ción gastronómi­ca, pero tal vez debería revisar el concepto. Porque construir un nuevo Estado mientras se deconstruy­e el existente (y al que él mismo representa) exige no sólo audacia y astucia, sino que el guiso sea comestible. Aunque siempre haya quien esté dispuesto a tragárselo.

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