¿El Barça puede perder?
El equipo sufre desconexiones en defensa que no pueden ser sólo accidentales
La digestión de una derrota es un género biográfico. Cada generación de culés tiene sus propios recursos para afrontarlas. Los de mi quinta, educados en la fatalidad, elaboramos un discurso de consuelo basado en elementos victimistas. La culpa de las derrotas eran: a) de la lluvia, b) del Madrid, c) del árbitro (que era del Madrid) y d) de la mala suerte. Para digerir la derrota de Sevilla parece que el recurso mayoritario será el d). En defensa de esta opción se pueden aportar pruebas: oportunidades de gol por un tubo y, sobre todo, cuatro pelotas al palo igualmente inapelables. Si hubieran entrado, no sentiríamos la tentación del psicoanálisis ni tendríamos ese rictus repelente de quien se dispone a cogérsela con papel de fumar.
La diferencia entre la mala suerte de cuando el Barça perdía cada dos por tres y la actual es que ahora todo el mundo ve que las pelotas van al palo en vez de entrar. Pero del mismo modo que los culés saben que con el argumento de la mala suerte basado en la evidencia de las oportunidades pueden salir del paso, también saben que disponen de un rincón interior, perdido en el laberinto de su conciencia, donde se acumulan intuiciones inconfesables. Después de comentar y tuitear frases de autodefensa, de torear a cuñados periquitos y a suegros merengues, el culé vuelve a casa. Y entonces, en un momento de la noche, entrando y saliendo de la fase REM, descubre los sentimientos que de verdad le identifican.
Cuando el equipo pierde como en Sevilla, son sentimientos apaciguados por las evidencias y que, por lo tanto, no son autodestructivos. Parten de la satisfac- ción de ver que el equipo lo da todo y que nadie se escaquea. Pero, a la cola de estas verdades, asoman sospechas más oscuras. Todas las líneas del equipo tienen problemas. La portería ha perdido seguridad. La defensa sufre desconexiones que no pueden ser sólo accidentales. El medio del campo, sin Xavi ni Iniesta, podría ser el medio campo de, pongamos, el Dinamo de Bucarest de los setenta. Y, en la delantera, la eficacia de las estrellas no vive su mejor momento ni está a la altura de la tabarra que dan sus patrocinadores.
A diferencia de otras épocas, tenemos todas las razones del mundo para entender que es imposible mantener el nivel óptimo con la lista actual de lesionados y en un contexto institucional que combina dos desgracias: las consecuencias de no haber actuado con eficacia y la hostilidad de un juez, la FIFA, tan decadente como arbitrario. Puestos a buscar excusas, también podemos recurrir a la imaginación. Pensar, por ejemplo, que el Barça no acaba de jugar bien porque el balón oficial de esta temporada es demasiado feo. Un equipo que hace bandera de la estética carece de credibilidad si tiene que patear un artefacto que hace pensar en las pelotas más horribles del voley-playa (pero no del voley auténtico que practican hombres y mujeres de anatomía atlética, que suelen jugar con pelotas preciosas, sino del voley cutre de esas familias que, chapoteando cerca del agua, pretenden hacernos creer que tienen alguna aptitud para el deporte).
En este rincón de intimidad, cada culé dicta sentencia. Sin intermediarios, elabora su propio blindaje emocional. Después, cuando socializa con otros culés, las opiniones mayoritarias modulan sus diagnósticos. Pero es bueno no perderlos de vista y no olvidar cuál es nuestra postura pública (comprensión y valoración ecuánime de las adversidades que vive el club) ni cuáles son nuestras convicciones íntimas (desasosiego, sensación de que en los últimos meses hemos ido perdiendo musculatura colectiva y, sobre todo, una infinita y desconsolada nostalgia de Messi).
Como ahora vendrán días de debate y de análisis en los que se volverán a repartir certificados de barcelonismo, propongo que, entre las posibilidades que circularán, se añada la de prever, sin aspavientos dramáticos y con naturalidad, que esta temporada el Barça no pueda ser tan competitivo como quisiéramos. Y que nuestras expectativas quizás deberían adaptarse proporcionalmente a las circunstancias sin que eso signifique que seamos más o menos culés.