La soledad del líder
Kepa Aulestia reflexiona sobre la tendencia de los líderes políticos a maximizar su ego: “El uso abusivo de la primera persona del singular no es recomendable desde el punto de vista de la estrategia de comunicación, porque establece tal distancia respecto al público objetivo que se vuelve ridícula. Pero cómo se le dice a alguien recién sacralizado que debe bajarse de la peana, por lo menos de vez en cuando”.
Los dirigentes políticos hablan en primera persona del singular y con mayúsculas desde el momento que toman posesión del cargo. La intensidad de los focos les impide fijarse en quienes les rodean o considerar a los que tienen delante como algo distinto a un grupo condenado a aplaudirles y a forcejear por estrecharles la mano. Los candidatos a las elecciones realzan el yo cuando aspiran a ganar, mucho más si están seguros del triunfo. Es su deber, puesto que han de transmitir seguridad en primera persona. Los contendientes que recurren a otras formas verbales y se pierden en tiempos equívocos se mostrarán más sinceros pero temerosos de defraudar a quienes han depositado en ellos su confianza. Fue el contraste entre Pablo Iglesias y Lluís Rabell en la campaña del 27-S. En el viaje de ida del primero a Catalunya el yo se acercó por momentos al plural mayestático en su variante aguerrida, mientras que a la vuelta del escrutinio Iglesias prefirió hablar de ellos –los otros– como causantes del revés electoral. Rabell se quedó donde estaba, donde siempre había estado.
Hay figuras institucionales como la del lehendakari o la del presidente de la Generalitat que adquieren las connotaciones de un presidente de república francesa. En tales casos, el cargo dota de infalibilidad moral a quien lo ocupa porque se ha visto glorificado por una versión épica del pasado de otros. A un primer ministro de un país cualquiera, hasta al húngaro Viktor Orbán, se le puede imputar mala fe. Nunca a quien presida la Generalitat. Aunque al ejercer esa o cualquier otra función siempre aflora la personalidad más o menos narcisista del designado, sobre cuyos méritos no cabe discusión. Ocurre por ejemplo cuando alguien se refiere a sí mismo como “este lehendakari”, con la dramática intención de colgar de tan firme clavo lo que vaya a proclamar a continuación.
Rajoy reivindicó en mayo su “derecho a volver a intentarlo” como candidato del Partido Popular a la reelección en la presidencia de Gobierno. El recurso argumental dejó fuera de juego a quienes pudieran albergar alguna objeción al respecto de si era la mejor opción o cupiera barajar otros nombres. El mérito de su yo, como luego ha ido confesando, está en haberlo pasado tan mal durante este primer mandato que considera que los de su partido le deben una compensación permitiéndole aspirar a una presidencia más placentera en la próxima legislatura, aunque no cuente con mayoría absoluta. Sacrificio por sacrificio, él sí que se ha inmolado por el bien de los españoles. De modo que el derecho a postularse de nuevo podría entenderse también como una obligación de los electores para que le voten por agradecimiento. Es una manera circundante de conjugar la primera persona del singular. Esa que a Rajoy se le extravió ante Carlos Alsina.
El uso abusivo de la primera persona del singular no es recomendable desde el punto de vista de la estrategia de comunicación, porque establece tal distancia respecto al público objetivo que se vuelve ridícula. Pero cómo se le dice a alguien recién sacralizado que debe bajarse de la peana, por lo menos de vez en cuando. Que hasta sería inteligente compartir los éxitos personales mediante un nosotros de complicidad, aunque sea previendo que vengan mal dadas. Los contratiempos dejan solo al líder, y las derrotas le conducen a la orfandad más absoluta. La utilización almidonada del yo debería ser un problema de primera instancia, asunto del médico de cabecera, nunca mejor dicho. Es una práctica nefasta para el día de la retirada, que siempre se produce contra la voluntad del mi, me, conmigo. Provoca un terrible desgarro interior al percatarse el líder de que los aplaudidores son desagradecidos, que la gente no ha entendido nada. Un final amargo siempre, injusto para el yo.
Lo más inquietante de la patología es que aliena en muy poco tiempo la personalidad del líder novicio. Es sorprendente cómo los adalides emergentes del cambio a ultranza se ajustan mejor que nadie al patrón del yo. Lo exigen sus incondicionales: líderes en primera persona. Necesitamos que alguien nos hable así para que despierte alguna emoción en nosotros. Pero cuando descubrimos que ese alguien se deja llevar por sus inercias, que no se comporta ya como un profesional electo o designado, que se sacude responsabilidades sobre lo que no va bien, desconfiamos de él. Desconfían sus próximos mientras continúan jaleándole. Desconfían sus seguidores aunque la falta de un relevo inmediato les conmina a respaldarle. El sistema público de salud debiera intervenir ya advirtiendo de que no es sano dejarse llevar por adulaciones demoscópicas o identitarias en primera persona.