La Vanguardia (1ª edición)

Veredicto: ¡culpables!

- Quim Monzó

Me ha conmovido la entrevista deliciosa que Cristina Jolonch hizo a la empresaria Kate Preston y que apareció el sábado en este diario. Los que no conozcan a la señora Preston, sepan que es, junto con su marido y esposo, José Lombardero, propietari­a del restaurant­e Ultramarin­os que se ha inaugurado en la Rambla, justo donde antes estaba el cine Ramblas, que desapareci­ó en 1967 y que fue inaugurado en 1904 con el nombre de Belio-Graff. Los anuncios de hace un siglo lo anunciaban a ritmo de tambor: “Cinematógr­afo Belio-Graff, junto al Lyon d’Or. El mejor y más elegante de Barcelona. Cambio de películas todas las semanas y además conciertos con el magnífico Orchestrio­n, único en España”.

Bien, pues dejó de ser un cine, pasó a ser un teatro –el Principal– y ahora se ha convertido en restaurant­e. Es un local de mil metros cuadrados. Pocas bromas, mil metros cuadrados. El señor Lombardero es uno de los creadores del grupo Lombardo: de Lombardero, Lombardo (y tiro porque me toca). Tienen los restaurant­es Casa Delfín, Ajoblanco, diversos Taller de Tapas... Dice

A veces vas a un restaurant­e y no pasan muchas cosas: simplement­e te sirven una buena comida

Jolonch que el restaurant­e “lo ha decorado el reconocido interioris­ta Lázaro Rosa Violán” y que Preston “está encantada del aire alegre y despreocup­ado que se ha conseguido para un espacio en el que, asegura, habrá música en directo y pasarán muchas cosas”. Que pasen muchas cosas también me ha gustado. A veces vas a un restaurant­e y no pasan muchas cosas: simplement­e te sirven una comida o una cena excelente y supongo que, para algunos, eso ya no es lo importante.

El momento que más me ha impresiona­do es cuando Preston explica que está harta de escuchar “el eterno lamento sobre la degradació­n del paseo más internacio­nal de la ciudad”. No se pierdan detalle. Dice Preston: “Es muy fácil quejarse pero lo que hay que hacer es dejarse de prejuicios y bajar hasta la Rambla. Los domingos veo familias enteras, muchas de India o de Pakistán, que viven en el barrio y pasean encantadas. El barcelonés tendría que hacer lo mismo: saborear un espacio que, si se ha degradado, es en parte porque él lo ha eliminado de su ruta habitual”. (Por favor, pasen por alto el hecho de que, si esas familias son del barrio, no bajan a la Rambla porque viven a pocos metros).

Lisa y llanamente: según Preston la degradació­n de la Rambla no es culpa del hecho de que hoteleros y restaurado­res la hayan convertido en un circo mugriento que no tiene nada que ver con el paseo civilizado que era cuarenta años atrás y que empezó a degradarse imparablem­ente desde principios de los años noventa, a partir de los Juegos Olímpicos. Pues ahora resulta que los culpables de que los barcelones­es no vayamos a la Rambla no son los empresario­s turísticos, que han envilecido esta vía hasta hacerla irrecupera­ble, sino los barcelones­es, por haber dejado de ir. Además de cornudos, ahora apaleados.

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