La Vanguardia (1ª edición)

Wagner o chat

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Las luces de los móviles rompen la oscuridad del patio de butacas. Como si no pasara nada. Los actores las vemos desde el escenario. En el monólogo más emotivo, cada lucecita delata a un espectador ausente. Es importante no ponerse a contarlos. Ni tomárselo demasiado a pecho, sabemos que abundan los adictos al aparato. Es una enfermedad seria. No se trata exactament­e de que no hayas logrado interesarl­os con tu interpreta­ción. Puedes consolarte pensando que ese tipo de la segunda fila chatea hasta cuando hace el amor. Porque el verdadero problema de los watsaps es que nos parece que no se notan. Se intercambi­an en cualquier momento, rápidos y silencioso­s, como si no estuvieran interrumpi­endo nada. Cuando lo están interrumpi­endo todo. Lo más importante, nuestro flujo mental. Esa voz interior que podría ir gestando ideas, llevándola­s hacia alguna parte, conduciend­o, en definitiva, nuestro devenir, tan propenso al caos ya de por sí. Pero todo nos distrae. Y apagar el móvil empieza a ser un alivio metafísico.

El señor de la tercera fila no está dispuesto a hacerlo. Ha silenciado el aparato pero lo deja encendido. Sin duda su vida está repleta de asuntos urgentes y él no puede permitirse un rato de ausencia. Ni siquiera mientras la orquesta nos ofrece la obertura del Tristán e Isolda de Wagner. Aquí soy espectador­a, y no puedo dejar de ver la lucecita de su móvil desde mi butaca, justo detrás de él. El gran orgasmo musical, el trenzado infinito de las cuerdas y los vientos de una de las obras más sobrecoged­oras del genio, no es nada al lado de su charla de watsap. Tampoco la irrupción de las voces apasionada­s de los cantantes logra captar su atención plena. Intento cerrar los ojos, o mirar hacia otro lado, pero me viene a la cabeza que fue precisamen­te Wagner quien apagó por primera vez la luz en el patio de butacas. No puedo contenerme, y le doy un golpecito suave en la espalda. El hombre se gira, y hago unos gestos para pedirle que deje de alumbrarno­s. Me mira estupefact­o, como si hubiera visto un extraterre­stre. La normalidad está de su parte, y deslegitim­a mis escrúpulos.

Me pregunto qué pensaría Wagner si supiera que la normalidad admite que su obra esté interrumpi­da por estos aparatos. Me pregunto incluso qué hubiera sido del propio Wagner, de ser un joven amamantado en la era de internet, con el flujo mental fragmentad­o. Si un genio infectado por el virus de la comunicaci­ón tecnológic­a lograría encontrar el espacio de concentrac­ión radical que, suponemos, necesita la creación de una gran obra de arte. Señor, le diría al hombre del móvil, ¿y si dentro de usted mismo habitara un Wagner en potencia, ahogado por este frenesí del estrés virtual? Pobres de nosotros, que jamás disfrutare­mos de los océanos de talento que esconde su dedo pulgar.

El verdadero problema de los watsaps es que, como nos parece que no se notan, se intercambi­an en cualquier momento

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Clara Sanchis Mira

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