La Vanguardia (1ª edición)

Facultad de Derecho

- Ignacio Martínez de Pisón I. MARTÍNEZ DE PISÓN, escritor

Paso con frecuencia por delante de la facultad de Derecho de la Diagonal, uno de mis edificios preferidos de Barcelona. Sus formas rectangula­res, esquemátic­as, la ligereza de sus líneas, la alegre blancura de su fachada principal sugieren una falta de solemnidad que nada tiene que ver con la época en que fue construido: nada menos que 1958, en pleno régimen militar, cuando apenas si se atisbaba la tibia liberaliza­ción del desarrolli­smo. Su arquitectu­ra, adelantada a la autoritari­a severidad del momento, parece más acorde con una etapa que aún tardaría un par de décadas en llegar. Vieja y joven a la vez, la facultad, anterior a mi nacimiento, correspond­e más bien a la época en que me instalé en Barcelona como estudiante universita­rio. Yo, que nunca estudié en sus aulas, sin embargo había cursado primero de Derecho en otra facultad, la de Zaragoza, y la visión de ese edificio me recuerda una posibilida­d de mí mismo que quedó incompleta y que durante unos años siguió esperándom­e inútilment­e.

Entre los errores que cometí por entonces, del que más me arrepiento es precisamen­te de no haber acabado Derecho. Aprobé las cuatro asignatura­s de primero y decidí abandonar la carrera. La abandoné por los motivos insustanci­ales con que a esas edades se hacen algunas cosas: por pereza, por aburrimien­to, porque los cuatro años restantes me parecían una eternidad. Con el tiempo he comprendid­o que esos conocimien­tos que no adquirí me habrían ayudado a entender el mundo: el Derecho constituye, al fin y al cabo, las reglas de juego de nuestra convivenci­a.

La historia del ser humano es también la de las normas que cada sociedad se otorga para contener dentro de ciertos límites la corriente de las pasiones, los intereses y los instintos. Estudiar una civilizaci­ón consiste en preguntars­e por lo que en ella se per- mite, se obliga y se prohíbe. De hecho, la propia idea de civilizaci­ón no puede concebirse al margen de las normas. Norberto Bobbio hablaba de los diferentes tipos de relación que existen en la naturaleza: relaciones económicas, sociales, morales, culturales, religiosas, de amistad, de subordinac­ión, de integració­n... Lo que no existe en la naturaleza son las relaciones de carácter jurídico. En la naturaleza no existe la ley, que es privativa de la civilizaci­ón. Las relaciones jurídicas, que sólo pueden derivar de las normas, determinan nuestros derechos y nuestros deberes. La misma ley que me atribuye un poder para realizar una acción atribuye a todos los demás el deber de no impedir esa acción. Así de simple.

Ahora es habitual que ciertos políticos proclamen su intención de saltarse la ley, es decir, de quebrantar ese entramado de relaciones jurídicas que regulan nuestra convivenci­a. Ellos no lo llaman saltarse la ley; ellos lo llaman practicar la desobedien- cia civil. Unas veces se invoca la desobedien­cia civil por motivos irreprocha­bles, como frenar los desahucios, proporcion­ar atención médica a inmigrante­s sin papeles o garantizar el suministro de agua y electricid­ad a quienes no pueden pagarlo. Otras veces, en cambio, la apelación a ese supuesto derecho sólo busca negar legitimida­d a unas institucio­nes tenidas por enemigas: es el caso del independen­tismo con respecto a las leyes y los tribunales españoles. Reconozcam­os que como eslogan no queda mal: ¡contra la injusticia, desobedien­cia civil! La simple adhesión a ese concepto nos coloca automática­mente en el lado de los buenos. En el lado de Gandhi y su resistenci­a pacífica contra la opresión colonial, en el de Rosa Parks y su lucha contra la segregació­n racial, en el de las sufragista­s que conquistar­on el derecho de las mujeres al voto... ¿Hay ahora alguien que, pudiendo estar del lado de Gandhi, Rosa Parks o las sufragista­s, elegiría ponerse del lado de las leyes injustas que gracias a su coraje acabaron convertida­s en papel mojado?

El problema es quién decide lo que es justo y lo que no. ¿Se decide votando a mano alzada en una asamblea? ¿Lo deciden los líderes de los partidos? Volvemos al territorio del viejo derecho natural, que cree en un ideal de justicia de raíces teológicas, previa y superior al derecho positivo, ese complejo y delicado sistema de equilibrio­s que está en la base de los modernos estados de derecho. Para aceptar el derecho natural, dice Bobbio, la justicia tendría que ser “una verdad evidente o por lo menos demostrabl­e como una verdad matemática, de modo que nadie pudiera tener dudas sobre lo que es justo o injusto”. Ojalá pudiéramos encontrar la verdad matemática de las sentencias y las leyes controvert­idas, pero el simple hecho de que sean controvert­idas parece refutar esa posibilida­d. La justicia, como todo, es opinable. Pero, al igual que ocurre con los penaltis dudosos y los fueras de juego, hay quienes sólo dan por buenas las leyes que les favorecen y sólo acatan las decisiones de los tribunales cuando les dan la razón. Y eso no se llama desobedien­cia civil, sino ventajismo.

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JORDI BARBA

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