Y encima, pagar por ir al baño
Ni un solo ansiolítico de más se vendió ayer en la farmacia que hay en una de las entradas de la estación de Sants. “Otras veces entran, aprovechan para comprar y se quejan. Esta vez ni eso. Hemos aprendido a asumir el caos con mucha calma”. Lo contaba casi en un susurro y sonriendo la farmacéutica Dunia Ferrer. No hay remedio para la paciencia infinita que derrocharon las cerca de dos mil personas que desde las siete de la mañana se vieron atrapadas en la estación de Sants ante la imposibilidad de subir a sus AVE.
Tanta resignación que hasta las vendedoras de nuevas tarjetas de Barclaycard osaban a acercarse con su mejor sonrisa a los viajeros sin rumbo que deambulaban arrastrando su maleta. “¿Perdone, tiene un momento?”. “Todo el tiempo del mundo”, dijo tener Carlos Ginochi, un argentino con destino a Madrid, atrapado en Sants, que prefirió esperar allí porque no tenía otro mejor en el que estar. “Más tiempo se tardó en llegar al cielo”, dijo, haciendo ver que bromeaba.
Amalia se apretaba a su peluche de Olaf (el muñeco de nieve de Frozen) y casi lo derrite entre sus lágrimas. Cuenta a una niña de once años que viajaba a Eurodisney que ese tren que debía llevarla hasta la casa de Mickey Mouse se había roto. “Mamá, que lo arreglen, por favor”. A las diez de la mañana, la pequeña y sus padres lograron plaza en uno de los autocares, que los llevó a Perpiñán. “Sigo enfadadísima”, advirtió la niña, dejando claro que no iba a perdonar tan fácilmente ese mal rato.
Fue junto a los autocares, que llenaban y partían a destajo desde la plaza Joan Peiró, donde se vivieron los momentos más tensos. “Esto es la guerra. Y el que se cuela y se sube al autobús, gana”, explicaba Isabel. A pocos metros, un vigilante de seguridad, desesperado, gritaba a una multitud que colapsaba el acceso a uno de los vehículos que o se ordenaban y tranquilizaban o “no se sube nadie”.
Cansada, Luisa González, que viajaba a Madrid con su bebé, lamentaba que nadie hubiera sido capaz de priorizar el paso a los autobuses de la gente mayor o los que viajaban con niños.
Detalles que hubieran hecho la espera más llevadera y en los que nadie pensó, como levantar las barreras de los urinarios de la estación. “Y encima tengo que pagar para mear. Me cago en todos ellos”, exclamó Ramón mientras buceaba en sus bolsillos buscando monedas. Cincuenta céntimos exactamente.
Frank Benedicto y Maykel Casares fueron dos de los que subieron con normalidad al AVE de las siete que a 18 kilómetros de la estación paró en seco. Estuvieron atrapados tres horas, intentando convencer al revisor para que hiciera marcha atrás y regresar a Barcelona. Como mínimo en esa espera hubo barra libre de comida y bebida en el vagón de la cafetería.