Madame Carreras
Soy la persona menos deportista del mundo. En el colegio, mis amigas y yo éramos las últimas en ser elegidas para jugar porque, en cuanto poníamos un pie en el campo de deporte, lo que hasta ese momento había sido orden y afán de superación, se convertía en caos y desparrame.
Así que, normalmente, éramos sustitutas y pasábamos el rato charlando y riendo en el banquillo o coqueteando con los chicos del campo de al lado (en mi época, en el Liceo Francés, chicos y chicas hacían deporte por separado).
También dedicábamos buena parte de la primera hora de educación física a discutir con la profesora, madame Carreras, sobre el uniforme. Mis amigas y yo nos negábamos a llevar el equipo de deporte estipulado que consistía en un horrendo pantalón azul marino con raya blanca lateral, una camiseta blanca con ribete azul y “Lycée Français de Barcelone” estampado en azul y una sudadera a juego. O bien llevábamos una camiseta que no era la oficial, o bien decidíamos atarnos un jersey a la cintura, o bien tratábamos de dar un toque de color poniéndonos unos calcetines fluorescentes o pintándonos las uñas de rojo (algo que estaba prohibidísimo). Eso hacía que la profesora se enfureciese y que las más estrafalarias de nosotras fuésemos castigadas a pasar toda la clase sentadas en un banco. Entonces, cuando madame Carreras recordaba que eso era realmente lo que queríamos, se enfadaba todavía más y nos mandaba dar cien vueltas a la pista de atletismo. Empezábamos con cierto brío pero, al cabo de unos metros, en cuanto la profesora se daba la vuelta, retomábamos el ritmo de caracol deprimido que nos caracterizaba.
Las sesiones en el gimnasio eran to-
Las sesiones en el gimnasio eran todavía peores porque no te podías ni esconder ni escapar
davía peores porque no te podías ni esconder ni escapar. Estaban las genias del deporte que lo hacían todo perfecto, las pringadas voluntariosas que eran las que lograban subir a la cuerda y luego se quedaban allí colgando sin saber bajar, y las negadas absolutas que nunca logramos subir ni veinte centímetros de cuerda, que nos quedábamos a horcajadas encima del potro con cara de póquer y los brazos levantados en forma de uve, y que decíamos, muy serias, que no sabíamos hacer ni la vertical ni la rueda, pero sí la voltereta. Hacia delante. Y hacia atrás.
Hasta que un día, madame Carreras, harta ya de castigarme, me dijo: “Mira, Busquets, ¿tus padres no tienen algún amigo médico? Pues yo te recomendaría que te hiciese una dispensa de deporte para todo el año”. Me dolió un poco que estuviese dispuesta a prescindir de mi alegría y buen humor con tanta facilidad, pero esta sección es la prueba de que estaba totalmente equivocada. ¿Ve, madame Carreras, como sí tenía futuro en el mundo del deporte?