Antes que la magdalena fue la tostada

QUÉ razón tiene Serrat cuando canta: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. La verdad no es que sea infausta, sino que a menudo resulta menos bella que como nos la cuentan. Una de las páginas más sugerentes de la literatura universal es la célebre escena de la magdalena de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Un bizcocho, al ser mojado en el té, se disolvía en varias migas dentro de la cucharilla. De pronto, el sabor de la magdalena le despertó el subconsciente donde la esencia del tiempo estaba adormecida y se sintió aquel niño que fue en Combray, junto a su tía Léonie. Y, sin darse cuenta, se sintió transportado a la vieja casona familiar con sus voces, sus olores, sus muebles y sus papeles pintados. Todo un tiempo extraviado en la memoria y recuperado gracias a aquel pequeño pastel, de extraordinaria fuerza evocadora.

Pues bien, acaba de publicarse Les manuscrits de la madeleine en Francia, un libro que recoge los apuntes de los cua- dernos originales de Proust, donde se descubre que éste pensó inicialmente en una tostada como el elemento que despertara el recuerdo en sus papilas gustativas. Una humilde tostada, que con toda seguridad debía de saber más a carbón que a mantequilla, que nunca se convirtió en mágicas perlas amarillas, sino en una miga flácida y nívea. El sabio Serrat ya advertía de que la verdad nunca es como la imaginamos, que el tiempo edulcora los recuerdos y que nuestra infancia tuvo sabores más mundanos de lo que pensábamos.

Al parecer sí hubo un té con magdalenas inspirador, pero se lo habría servido su madre ya de adulto. Es lo que tiene la literatura: el creador se hace la realidad a su medida. Incluso pudo ser más evocadora la infusión que el dulce. En cualquier caso, a Proust le debemos habernos descubierto que, gracias a la memoria y a la melancolía, nuestra vida puede resumirse en un día. O, mejor, en un instante.