Sic transit gloria mundi
Lluís Foix analiza el contexto político: “Las personas cambian, las ambiciones se esfuman y los protagonismos son igualmente efímeros. Nadie es indispensable, como atestiguan tantos revolucionarios que empezaron la épica del cambio y fueron despeñándose por el camino. Robespierre y Trotski son dos casos emblemáticos. Los hay a centenares en todos los países y épocas”.
Siempre me ha asombrado la rapidez con la que se produce el cambio de poder en Inglaterra. Por la noche o de madrugada del día de las elecciones aparca un camión de mudanzas en la residencia del ya ex primer ministro y a media mañana ya puede entrar el nuevo líder, que sale raudo hacia el palacio de Buckingham para anunciar a la reina la composición del nuevo gabinete. Por la tarde se empieza a gobernar y se toman las primeras decisiones. Los diputados salientes han vaciado ya sus cajones de Westminster, que es ocupado por los nuevos parlamentarios electos.
Es un estilo expeditivo de relevar a un gobierno derrotado. En Washington, el proceso de traspaso de administraciones dura unos 75 días, desde comienzos de noviembre hasta alrededores del 20 de enero. El presidente saliente está en funciones y su equipo trabaja con los personajes designados por el presidente electo para que no se interrumpan las acciones de gobierno y el país viva la espera del cambio sin desconcierto. No sé qué sistema es mejor. Me quedo con el británico.
Considero el proceso de cambio que vive Catalunya un tanto desconcertante, lento e incierto. Llevamos 24 días desde las elecciones y todavía no sabemos si Artur Mas será el nuevo president, quién o cuántos diputados apoyarán su investidura, qué tendrá que entregar a cambio para continuar ocupando la Generalitat, cómo va a desarrollarse la acción de gobierno en los 18 meses previstos hasta poder declarar la independencia.
Al margen del proceso, el país necesita ser gobernado con criterios políticos y de eficacia. Jacques Delors decía que se necesitan líderes que no barran para casa, que tengan visión a largo plazo y defiendan los intereses comunes. La tarea política de los últimos tres años ha sido construida sobre fuertes y legítimas emociones que convendría ir rebajando para introducir dosis de racionalidad y de buen gobierno. Servir a las instituciones y no servirse de ellas. Obsérvese que los partidos que más subieron en votos el pasado 27 de septiembre fueron aquellos que hablaron con más contundencia de la corrupción.
A lo largo de los últimos treinta años no hemos sabido construir sólidamente instituciones y hemos otorgado más importancia a las posiciones personales de líderes que se presentaron como carismáticos pero que no tenían atribuciones ilimitadas.
La legitimidad viene del hecho de marcar límites y compartirlos con los demás, dotarse de unas reglas de juego que puedan ser aceptadas y compartidas por todos. Ningún poder sin límites puede ser legítimo, aseguraba Montesquieu, a quien en estos últimos días le han pisoteado algunas de sus ideas con la presencia física y compacta del poder ejecutivo en las mismas puertas del TSJC. Convendría acostumbrarse a separar los tres poderes. Lo que digo de Catalunya lo manifiesto con más contundencia si cabe respecto a la manipulación que el Gobierno de Rajoy hizo del Tribunal Constitucional en la sentencia contra el Estatut de julio de 2010. De aquella ingerencia del poder ejecutivo en el judicial han venido las reacciones airadas de cientos de miles de catalanes.
En periodos excepcionales puede pasar de todo. Pero no sé si vivimos en esta situación de excepcionalidad al faltar la fuerza clara y suficiente para investir al nuevo presidente y formar un gobierno duradero. Escribía Ortega y Gasset en el diario El Sol en diciembre de 1917, el año de la Asamblea de Parlamentarios en Barcelona, que “por muchos que sean los partidarios de un político, son siempre prácticamente más numerosos los enemigos. Lo importante para un político es la adhesión de los enemigos, la cual cosa se suele llamar respeto, que es la fuerza real en la que se apoya su gobernación”.
Las personas cambian, las ambiciones se esfuman y los protagonismos son igualmente efímeros. Nadie es indispensable, como atestiguan tantos revolucionarios que empezaron la épica del cambio y fueron despeñándose por el camino. Robespierre y Trotski son dos casos emblemáticos. Los hay a centenares en todos los países y épocas. Ay de aquel político que hace las cosas antes o después. El éxito depende de hacerlas al punto, cuando sus planteamientos pueden ser asumidos por una mayoría de ciudadanos.
En el proceso que se acelera a partir de la Diada del 2012 no se ha tenido en cuenta algo tan elemental como el reconocimiento de que Catalunya es una realidad plural, variada y heterogénea políticamente. Lo comprobamos cada vez que se abren las urnas con el trasiego masivo de votos desde unas formaciones a otras. Catalunya podrá un día ser un Estado independiente. Lo que no dejará de ser es plural si quiere mantener el espíritu de libertad a la que ha aspirado siempre. La ruptura sin pactar con España y sin la complicidad de Europa y la comunidad internacional es un salto al vacío que se me antoja una quimera. Lo más perentorio ahora es investir a un presidente, formar gobierno y gobernar.