Luis Pérez-Oramas
COMISARIO
El responsable de arte latinoamericano del MoMA, el venezolano Luis Pérez-Oramas (55), consagra una gran exposición a Joaquín Torres-García, uruguayo e hijo de un cordelero de Mataró, con enorme vinculación con Catalunya.
Una imagen tan propia del Palau de la Generalitat –ha viajado desde Barcelona– abre la gran exposición retrospectiva que el MoMA neoyorquino dedica al pintor Joaquín Torres-García.
La escena surge a bocajarro. En ese fresco de 1916, que se puede ver por primera vez en Estados Unidos, sobresale un gigante en el que su autor ya expresa su vocación moderna y su fascinación por lo deforme, la desproporción o la ruptura de escalas, aunque sin olvidar la sombra del pasado.
De ahí el título de la muestra: The Arcadian modern, esa especie de antagonismo que Torres-García resolvió. “Él inventaba el pasado cada vez que lo hacía conjugar con el lenguaje del presente”, afirma Luis Pérez-Oromas, comisario de la exhibición.
Que se resume como un moderno que inventó el pasado.
Al pie del coloso surge una leyenda, una cita del Fausto de Goethe, escrita en catalán: “Lo temporal no és més que símbol”.
Esa figura y esa sentencia de que el tiempo no es más que “una convención simbólica”, en traducción del comisario, representan al mismo tiempo el gran éxito y el fracaso de Torres-García.
Después de recibir el encargo de decorar el Saló Sant Jordi, centro del poder catalán, “salió mal parado”, asegura el experto. Marchó en 1918 para no volver.
Cambiaron las tornas políti- cas –murió Enric Prat de la Riba, presidente de la Mancomunitat, llegó la dictadura de Primo de Rivera–, pero concurrieron otras circunstancias. “Hubo xenofobia –añade–, rechazo, porque era uruguayo, se le acusó de hereje, que era mal pintor”. Esto lo dijeron, añade el poeta e historiador Pérez-Oramas, “desde el mis- mo catalanismo” que lo bendijo.
En relación con el factor xenófobo, “no había escuchado nada así”, replica Àlex Susanna, director del Institut Ramon Lllull –colaborador en la organización–, que asistió ayer a la presentación de la muestra a los medios.
Susanna apunta en su réplica que no sólo Torres-García entró en crisis, sino el noucentisme en general, la búsqueda de un mundo civilizado, ideal que chocó con la realidad. En definitiva, “había más una cuestión profesional, de ganarse la vida, lo mismo que le ocurrió en otros lugares”, matiza.
Ese gigante y su frase sacrílega dan paso a una muestra, sin parecido remoto en EE.UU. en 45
años, que reúne 190 obras: pintura, escultura –incluidos los juguetes–, frescos, dibujos, collage o libros en los que plasma sus reflexiones teóricas y pensamientos.
El escenario se organiza de forma cronológica a partir de las cuatros ciudades en las que residió. Montevideo, donde nació y falleció (agosto de 1949), Barcelona, Nueva York y París.
“Fue catalán en Barcelona –incide Pérez-Oramas–, estadounidense en Nueva York, parisino en París, para acabar siendo lo de siempre, uruguayo. Torres era un inmigrante, asume que el arte sólo existe migrando de un lugar a otro y haciendo suyo cada lugar y construyendo esa realidad”.
Es un paseo estético por cada una de las etapas que forjaron a un artista difícil de colocar en una lista o en una corriente o ismo.
“Torres-García no entra en una sola clasificación”, aclara el comisario. “Se resistía a una sola identidad. Tuvo el coraje de asumir las contradicciones, que no había una modernidad pura como tampoco existe un pasado definitivamente establecido”, remarca.
Pone el ejemplo de los dos cuadros que cierran el trayecto, el abstracto Estructura a cinco tonos con dos formas intercaladas y, a su lado, el último que pintó, casi al suspiro de la muerte, Figuras con palomas. “Aquí demuestra que con los mismos elementos se puede ser una cosa o la otra, que no existe una jerarquía entre la abstracción y lo figurativo. Estableció que cualquier artista, en cualquier momento, puede ser concreto o abstracto, primitivista o modernista”. O todo a la vez.
Nacido en Montevideo en julio de 1874, hijo de un catalán instalado en Uruguay, este hombre definido como “un artista de artistas” llegó adolescente a la capital catalana, con 17 años.
Según el responsable de esta exposición, que se inaugura el próximo día 25 (hasta el 15 de febrero de 1916), Barcelona es un lugar clave para Torres-García.
“Ahí se crió y se forma como artista”, sostiene. Estudió en La Lonja y se unió a la comunidad de los noucentistes, a ese estilo que encarnó a la Catalunya avanzada. Le tutelaron su colega Joaquim Sunyer o el intelectual Eugeni D’Ors. Hizo de ayudante de Gaudí. “Probablemente ganó la comisión política más importante que el catalanismo hizo en ese momento”, señala el comisario.
“La idea de identidades totalitarias en arte y política ha fracasado”, indica Pérez-Oramas al analizar la huida del artista. “Por accidente –prosigue–, un uruguayo acabó siendo la figura central artística del catalanismo del siglo XX”. Sus frescos, sin embargo, fueron tapados.
Entre la simbología del reloj –pieza que cruza toda su obra y plasma su obsesión por el tiempo– y los billetes de tranvía o de barco, su cuadro Hoy ya refleja que está partiendo a Nueva York. En la Gran Manzana (1920-22) se fascinó con la idea de la modernidad, las vistas de altura, la publicidad, la premonición pop. Como postula el comisario, “llegó demasiado pronto” con su arte. En otras ocasiones, sucedió al revés.
“Nueva York también es un fracaso, quizás aún peor que el de Catalunya”, dice el experto. No logró el éxito y “comprendió que lo único que manda es el capital”.
De regreso a Europa, París es su laboratorio experimental. En su etapa final, en su país, deja su impronta en obras como Energía atómica (tras Hiroshima y Nagasaki) o América invertida, mapa al revés del continente del que aclaró: “El sur es nuestro norte”.
LA‘ HUIDA’ DE CATAL UN YA “Hubo xenofobia, rechazo, porque era uruguayo”, dice el comisario EL ECO DE BARCELONA La exposición se abre con el gran fresco que pintó para decorar el Saló Sant Jordi