Novedades
Dentro de dos meses, Rajoy, conductor de un partido oxidado por la crisis y la corrupción, será evaluado por la ciudadanía en contraste con líderes aureolados por el encanto de la novedad. En realidad, el menú político de fin de año presenta una gradación de novedades. Por un lado, está la novedad cansada de Pablo Iglesias que, después de haber surgido por sorpresa como un volcán de lava roja, diríase que está agotando el calor de su cámara magmática. Se ha examinado en Grecia, de forma vicaria, a través de Tsipras. El elector puede imaginar perfectamente qué estaría pasando de haber accedido Iglesias a la Moncloa. Por si fuera poco, está experimentando un viejo axioma televisivo: la sobreexposición quema. Iglesias podría ser un típico caso de muerte de éxito.
Contamos, por otro lado, con la novedad de Pedro Sánchez, un líder de tipología cinematográfica que está construyendo su discurso a trompicones: hoy anticlerical, ayer moderado, ahora españolísimo, pero también catalanista, reformista y tan partidario de debatirlo todo que evoca la indefinición que dio a Zapatero aquella triste fama de inconsistente. Las resistencias internas que está encontrando Sánchez, constantes en Andalucía, tumultuosas en Madrid o en forma de pellizcos de monja en la Barcelona de Chacón, contribuyen a confirmar el prejuicio de líder borroso, impreciso.
La imprecisión, sin embargo, no es defecto en política electoral, aunque, desde
Como Adán, que dice desconocer el sabor de la manzana, Rivera propone un retorno al paraíso
luego, debe usarse con gran desparpajo y apelando siempre a valores abstractos. Es lo que está haciendo Albert Rivera, el político de moda en la prensa de Madrid. Se ha presentado desde el primer momento en España como el nuevo Suárez. No dice cómo será la educación, apenas habla de economía (a pesar del purísimo programa liberal de Garicano, su mejor fichaje), no precisa qué tipo de reforma constitucional impulsará. Si Sánchez hace guiños contradictorios, Rivera los hace a todos los electores, evocando la figura de Adolfo Suárez, un líder que, habiendo sido defenestrado muy pronto, murió después de años de silencio por enfermedad y ha generado, con el paso del tiempo, una enorme nostalgia. Rivera quiere reencarnarlo a la manera de un guía moderno que reconducirá la democracia española a su momento fundacional: el paraíso perdido de la “libertad sin ira” y los bellos y consensuados pactos de la Moncloa.
En una España castigada por años de crisis, crispada por décadas de tremendismo derechista, de indignación izquierdista y de insomne pleito territorial, Rivera propone, a la manera de un Adán ingenuo que dice desconocer el sabor de la manzana prohibida, un retorno al paraíso del consenso, la simpatía, la pacificación y el entrañable “volver a empezar”. El éxito de Ciudadanos, que tantos analistas auguran, dependerá de si los españoles están hartos de sus demonios familiares y quieren volver a empezar, o si son tan adictos al pleito de las dos Españas que lo necesitan para funcionar políticamente, como tanta gente necesita el café matinal para despertarse.