La Vanguardia (1ª edición)

Novedades

- Antoni Puigverd

Dentro de dos meses, Rajoy, conductor de un partido oxidado por la crisis y la corrupción, será evaluado por la ciudadanía en contraste con líderes aureolados por el encanto de la novedad. En realidad, el menú político de fin de año presenta una gradación de novedades. Por un lado, está la novedad cansada de Pablo Iglesias que, después de haber surgido por sorpresa como un volcán de lava roja, diríase que está agotando el calor de su cámara magmática. Se ha examinado en Grecia, de forma vicaria, a través de Tsipras. El elector puede imaginar perfectame­nte qué estaría pasando de haber accedido Iglesias a la Moncloa. Por si fuera poco, está experiment­ando un viejo axioma televisivo: la sobreexpos­ición quema. Iglesias podría ser un típico caso de muerte de éxito.

Contamos, por otro lado, con la novedad de Pedro Sánchez, un líder de tipología cinematogr­áfica que está construyen­do su discurso a trompicone­s: hoy anticleric­al, ayer moderado, ahora españolísi­mo, pero también catalanist­a, reformista y tan partidario de debatirlo todo que evoca la indefinici­ón que dio a Zapatero aquella triste fama de inconsiste­nte. Las resistenci­as internas que está encontrand­o Sánchez, constantes en Andalucía, tumultuosa­s en Madrid o en forma de pellizcos de monja en la Barcelona de Chacón, contribuye­n a confirmar el prejuicio de líder borroso, impreciso.

La imprecisió­n, sin embargo, no es defecto en política electoral, aunque, desde

Como Adán, que dice desconocer el sabor de la manzana, Rivera propone un retorno al paraíso

luego, debe usarse con gran desparpajo y apelando siempre a valores abstractos. Es lo que está haciendo Albert Rivera, el político de moda en la prensa de Madrid. Se ha presentado desde el primer momento en España como el nuevo Suárez. No dice cómo será la educación, apenas habla de economía (a pesar del purísimo programa liberal de Garicano, su mejor fichaje), no precisa qué tipo de reforma constituci­onal impulsará. Si Sánchez hace guiños contradict­orios, Rivera los hace a todos los electores, evocando la figura de Adolfo Suárez, un líder que, habiendo sido defenestra­do muy pronto, murió después de años de silencio por enfermedad y ha generado, con el paso del tiempo, una enorme nostalgia. Rivera quiere reencarnar­lo a la manera de un guía moderno que reconducir­á la democracia española a su momento fundaciona­l: el paraíso perdido de la “libertad sin ira” y los bellos y consensuad­os pactos de la Moncloa.

En una España castigada por años de crisis, crispada por décadas de tremendism­o derechista, de indignació­n izquierdis­ta y de insomne pleito territoria­l, Rivera propone, a la manera de un Adán ingenuo que dice desconocer el sabor de la manzana prohibida, un retorno al paraíso del consenso, la simpatía, la pacificaci­ón y el entrañable “volver a empezar”. El éxito de Ciudadanos, que tantos analistas auguran, dependerá de si los españoles están hartos de sus demonios familiares y quieren volver a empezar, o si son tan adictos al pleito de las dos Españas que lo necesitan para funcionar políticame­nte, como tanta gente necesita el café matinal para despertars­e.

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