La Vanguardia (1ª edición)

La Catalunya cervantina

- Daniel Fernández D. FERNÁNDEZ, editor

En la segunda parte de El Quijote, y pese a que será en Barcelona donde el caballero de la triste figura será derrotado por el de la Blanca Luna (en realidad, Sansón Carrasco), Cervantes rinde encendidos elogios a Barcelona, “archivo de la cortesía, albergue de los extranjero­s, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspond­encia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza única”. Si Shakespear­e, el inmortal bardo, hubiese dedicado unas líneas semejantes a Barcelona, creo que todos los escolares de Catalunya las aprendería­n de memoria, para no hablar de las calles, plazas, bustos, estatuas y homenajes diversos con los que le hubiésemos honrado de continuo. Pero no es el caso. O lo es por lo menudo… Y bien evidente resulta que la memoria de Cervantes, en este 2015 en el que se celebraban cuatro siglos desde la aparición de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha, no forma parte destacada de los referentes de la actual Catalunya. Y no espero, sino que temo, nada mucho mejor para el año próximo, en el que se cumplirán cuatrocien­tos años del fallecimie­nto de Don Miguel.

Que Cervantes estuvo en Barcelona parece bastante probable y hasta probado, aunque dejo para los cervantist­as (parte florida de ellos vinculados también a estos lares, de Martín de Riquer a Carme Riera, sin olvidar a quien no toleraría que lo ninguneára­mos, Francisco Rico) si fue en 1610 y una sola vez o en 1569 o incluso en 1571 o si fueron dos las ocasiones. Lo que sí sabemos es que sobre Barcelona y Catalunya nos dejó unas líneas en La Galatea yen Las dos doncellas yen Los trabajos de Persiles y Segismunda. Y que situó dos capítulos completos de la segunda parte de su Quijote, con aparición de Antonio Moreno y su palacio y del mar y las galeras, así como quiere la tradición que la imprenta que visita Alonso Quijano fuese la de Sebastián de Cormellas (padre e hijo; el padre era de Alcalá de Henares, como Cervantes), en el número 14 de la calle del Call. También se empeña la tradición en que la casa del paseo Colom número 2 fuese la misma casa en la que se alojó Cervantes, que es donde ahora campean una modesta placa de la Acción Cultural Miguel de Cervantes y un mucho más visible y espantoso rótulo de Colom SUPERMERCA­T, que ni la denuncia pública ni la vergüenza han conseguido modificar. Algo más que abochornad­os deberíamos estar como ciudad y como colectivo de gentes supuestame­nte cultas y orgullosas de nuestro pasado…

En Las dos doncellas, Cervantes ya había dado una visión de Barcelona: “Admiróles el hermoso sitio de la ciudad y la estimaron por flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España, temor y espanto de los circunveci­nos y apartados enemigos, regalo y delicia de sus moradores, amparo de los extranjero­s, escuela de la caballería, ejemplo de lealtad y satisfacci­ón de todo aquello que de una grande, famosa, rica y bien fundada ciudad puede pedir un discreto y curioso deseo” (y disculpen que modernice y modifique grafías). Vamos, que está claro que a Cervantes le gustaba Barcelona y que le pareció una hermosa ciudad, incluso más allá del tópico en sus elogios. Aunque, para decirlo todo, esa es tan sólo una cara de la moneda. Porque sobre Catalunya y sus bandoleros también se despacha a gusto don Miguel. No sólo por la presencia, de nuevo en El Quijote, de Roque Guinart, claro trasunto de Pere Rocaguinar­da, Perot lo Lladre, que fue nyerro enfrentado a los cadells de una de nuestras más largas y cruentas tradicione­s de guerra civil, con los catalanes divididos entre dos bandos armados, sino también por los muchos ahorcados y las piernas que cuelgan de los árboles y por las que colige Alonso Quijano que ya andan cerca de Barcelona junto con Sancho (que en lugar de ahorcados fuesen bandoleros durmientes es sólo una de las muchas gracias y travesuras del autor). Ahí es donde Cervantes nos dará, aunque sea muy fragmentar­iamente, otra imagen de los catalanes muy distinta de la que hoy atesoramos de nosotros mismos. “Los corteses catalanes, gente enojada terrible y pacífica suave; gente que con facilidad dan la vida por la honra y por defenderla­s entrambas se adelantan a sí mismos”, nos dice en Los trabajos de Persiles y Segismunda.

Y es que nuestra imagen de pacíficos y corteses se veía enturbiada por nuestra afición a formar partidas armadas y echarnos a los caminos. Y por una tenaz obstinació­n en un bandoleris­mo que enfrentaba a la pequeña nobleza entre sí y contra la aristocrac­ia de la tierra, cuando no eran capellanes los que se echaban al monte, en ocasiones contra el alto clero. Un país de armas tomar, con la tensión entre Barcelona y el campo y sus caminos que perdurará hasta las guerras carlistas e incluso más allá. Podríamos aprovechar la ocasión y explayarno­s para contar que el catalán comerciant­e y reacio a tomar las armas nació tal vez tras la derrota de 1714, que si no fue una vacuna, sí supuso un cambio que nos alejó de las disputas cuasimedie­vales. Pero en estos tiempos de reinterpre­tación histórica y de pie forzado, también habrá quien diga que, tras la derrota, sólo quedaba la batalla económica y acrecentar la conciencia de patria común, porque el mal venía de fuera y ya no era cuestión de luchar entre catalanes.

En fin, dejémoslo aquí, porque yo hoy sólo quería que nos acordásemo­s de Cervantes…

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JOSEP PULIDO

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