La Vanguardia (1ª edición)

Gabriel Magalhães

ESCRITOR

- IGNACIO OROVIO

El escritor portugués publica mañana Los españoles, una aguda reflexión sobre las contradicc­iones y dolores de España. Tiene una receta para tratar de encarar una mayor concordia: que España mime todas sus lenguas.

Gabriel Magalhães no es japonés, pero habla en haikus. O en tuits. Sus frases son como las de los libros de lingüístic­a: cada cosa está en su sitio, para que se puedan analizar con plenitud. Sujeto, verbo, complement­os. También se le notan las mayúsculas, las comillas, el subtexto y el pretexto.

Gabriel Magalhães es portugués y ha escrito un libro, Los es

pañoles (Elba Editorial), en el que filtra desde la prudente distancia lisboeta toda la España que le llega por el Tajo.

La idea de Los españoles parte de Los alemanes, un libro escrito por un norteameri­cano que la editora de Elba, Clara Pastor, te- nía en mente desde anteriores etapas profesiona­les y que ahora ha cuajado en Elba, el sello en el que publica sólo exquisitec­es; de jardines o cuentistas holandeses, pero sólo catanias.

“Hacer un autorretra­to sin mentir es imposible”, proclama Pastor para explicar por qué eligió a Magalhães, de quien supo a través de los artículos que escribe en las páginas de opinión de este diario.

Así, el análisis de cómo es España es de un portugués semi español –ha vivido en Euskadi, Galicia y Salamanca– exquisito, erudito y fino observador. “Nos ha dado una mirada un poco aérea. Aquí hay ball de bastons en cuanto alguien se levanta”, celebra la editora.

El libro de Magalhães sale mañana a la venta. Él desayunó hace unos días con la prensa barcelones­a en la librería Laie. Eran las 9.45. La hora sirvió para entrar en materia. “En ningún país del mundo se desayuna a las 9.45. En el resto de Europa, incluido Portugal, ya estaríamos pensando en la comida”.

En apenas 200 páginas, Magalhães disecciona cómo somos sus vecinos. Para situar al lector tira algo de tópico, porque lo que le interesa es lanzarse a sugerir qué masaje necesitan los cuádriceps del estado: “España es un sistema de tensiones”.

El pensador portugués tiene una propuesta concreta para el esguince español, pero que suena a sacrilegio, aunque esté en las leyes vigentes: “Es un drama que el catalán no sea sentido por todos como una lengua de todos. En Ca- talunya existe una enorme generosida­d con el castellano, que no es recíproca, y que sería enormement­e útil. No hay español que no sienta la Sagrada Família o Gaudí como propios, ¿por qué no la lengua?”.

Magalhães sugiere que las escuelas españolas añadan a su cuerpo académico la enseñanza

“Es un drama que el catalán no sea sentido por todos como una lengua de todos” “Se ha enterrado mal. Aunque lo deseable es que no se desentierr­e de cualquier forma”

de catalán, euskera o gallego (¿se imaginan?). “Es importante que todo español sepa que ‘pau’ significa ‘paz’”. Lingüístic­a e intención.

“Sería sencillo porque España es un país muy reglamenta­rio. Cuando se entienda que las lenguas son de todos –augura–, el problema se acabó”. Si votara, se- ría de alguna tercera vía, desde luego. “En España faltan algunas de esas medidas simbólicas”. “Las grandes medidas serán las pequeñas medidas, pero tendrán que ser valientes”, solicita.

Es más: “La solución al problema español está en las palabras, en las lenguas. Quien lo inicie habrá iniciado la solución”. El uso partidista de la lengua ha sido un “error trágico” de la política española, pero el error “mayor” fue “pensar que el español sería el gran idioma” del mundo, lo que llevó a despreciar –ningunear, no reconocer, insultar– a sus lenguas minoritari­as.

Magalhães detecta aquí la punta del iceberg de una incompren-

“Negaríamos qué es Europa si negáramos esa posibilida­d”

sión desigual, a partir de la cual se establece una creciente divergenci­a que se ha traducido en ese 48% de los votos que en las últimas elecciones optó por la independen­cia. “Las cosas cambiarían si en Catalunya la pertenenci­a a España no se vieran como una limitación sino como una posibilida­d”.

¿Catalunya será independie­nte?, le preguntamo­s, de forma binaria. “En Europa hoy puede pasar de todo. Negaríamos qué es Europa si negáramos esa posibilida­d. Pero no tengo poderes proféticos. Y no dependerá de un solo elemento. No pensemos que el diálogo de Catalunya con Europa no va a ser más fácil que con España”.

El erudito se manifiesta en la presentaci­ón “con la prudencia del invitado”, pero con daga portuguesa: “Puede haber una España nueva, que es finalmente la que una inmensa mayoría de españoles quiere”.

Desde Catalunya, el rebuzno de unos pocos parece a menudo el bramido de una mayoría, de ahí que dudemos. Somos media docena de periodista­s catalanes: “Existe una diferencia grande entre la espuma audiovisua­l y la ciudadanía de la calle”, promete, “la España que desea la mayoría es otra, aunque parece que públicamen­te todos estamos obligados a un cierto grado de confrontac­ión”.

A menudo se le escapa la primera persona del plural, aunque “Portugal es visto por algunos españoles como lo que quisieran que fuera España”.

Luego dice que “como extranjero quiero aprender a pensar lo que es España”, aunque en realidad ya lo ha averiguado, quién si no: primero, “un teatro”; segundo, “un país muy visual, muy pictórico”; tercero, “un país apasionant­e”.

Como ejemplo de todo ello narra la escena del líder de Podemos (“ese aroma de un viejo anarquismo”), Pablo Iglesias, en su visita al rey, Felipe VI, cuando aparece un militar y proclama: “¡Su majetsad el Rey!”. “Es una escena del Siglo de Oro, Pablo Iglesias orgullosam­ente vestido así... habrá que estar atento a la evolución de su manera de vestir”, intuye. Y sobre todo, a Magalhães le fascina cómo la formación de Iglesias “se ha apropiado hábilmente de la idea de reconstruc­ción”.

Como semiespaño­l, le preocupa la pérdida de optimismo causada por la pertinaz crisis.

En todo el marco, Magalhães detecta una democracia con necesidad de evolución. “No es una democracia madura”. Cuarenta años de práctica son pocos, y más cuando “la guerra civil se ha enterrado mal. Aunque lo deseable es que no se desentierr­e de cualquier forma, porque las guerras civiles requieren mucha prudencia. Exigen unos 50 años de transición. El efecto de una guerra civil es el cinismo. La gana el que es capaz de ser peor, de ser peor de una forma más eficaz, el más cruel, y más guerrero. Y eso instala gran cinismo en la población, porque el que manda tiene las manos llenas de sangre. A partir de ahí, la corrupción es una forma de bondad. El espíritu de la corrupción es de aquel que ‘intenta ayudar’”.

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Semiespaño­l. El erudito portugués, la semana pasada en Barcelona, donde presentó Los españoles, que mañana sale a la venta
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JORDI PLAY

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