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La modificación genética de embriones; y la indiferencia de Europa ante la desaparición de miles de refugiados menores de edad.
EL Reino Unido acaba de autorizar la modificación de genes de embriones humanos. Es el primer país que lo hace. El organismo regulador británico competente en esta materia ha dado su visto bueno para que un equipo del Francis Crick Institute de Londres lleve a cabo un proyecto en el que se transformarán embriones humanos. El recorrido de tal experimento será limitado. Los embriones sobre los que se intervenga no serán implantados en mujeres, sino destruidos tras el estudio. Se trata, simplemente, de analizarlos durante sus días iniciales de existencia, de observar cómo se comportan en los primeros compases de la fertilización, cuando el óvulo pasa de una célula a 250 células. El objetivo de la investigación es ayudar a los científicos a descifrar los motivos por los que algunas mujeres ven abortados sus procesos gestatorios. Y, también, mejorar los tratamientos contra la infertilidad. A tal fin, los científicos podrán modificar los genes mediante un sistema denominado CRISPR, que ha revolucionado las investigaciones biomédicas en los últimos tres años. Con esta herramienta, el ser humano está a un paso de poder modificar su propia herencia genética.
El potencial de estos procedimientos es enorme. Abre incluso la posibilidad de perfilar lo que se ha denominado “bebés de diseño”. Es decir, criaturas humanas que pueden ser modificadas genéticamente al objeto de darles una talla, una complexión, un color de ojos o de pelo predeterminados. Dicha posibilidad ha suscitado un vivo debate. Desde un punto de vista ético, la mera opción de utilizar la investigación con ese horizonte, básicamente cosmético, ha despertado suspicacias y rechazo. Se comprende. La experiencia vital es compleja y está jalonada por acontecimientos de diverso signo, ante los que esta suerte de modificaciones caprichosas puede tener un efecto muy limitado.
Dicho esto, la revolución genética que permite el sistema CRISPR anuncia avances difícilmente desdeñables. Se podrá estudiar el desarrollo de los embriones humanos en sus etapas iniciales, así como atacar genes defectuosos que vehiculan patologías. Más tarde, se podrán editar células inmunes listas para ayudar, si ello fuera preciso, a luchar contra un cáncer. El ADN ya no será una caja cerrada, sino un repertorio genético abierto y mejorable, optimizable incluso.
Como de costumbre, el problema o la solución al asunto que nos ocupa no está en las nuevas herramientas que la ciencia nos va brindando, sino en el uso que hagamos de ellas. Hay que hallar un equilibrio entre la inquietud científica y el beneficio social que puede derivarse de ella. Y, obviamente, hay que orillar los usos improcedentes que pudieran hacerse.
Es tan conveniente evitar esos usos inadecuados de los progresos científicos como sacarles el máximo partido en términos de salud pública. No es este un asunto que pueda abordarse con prejuicios morales de ningún tipo. Tampoco despreocupadamente, puesto que existe el riesgo de producir modificaciones genéticas contraproducentes. Conviene por el contrario dotarse de los organismos reguladores convenientes, buscar el mayor consenso internacional –son ya varios los países adelantados en este terreno– y, también, desarrollar estas investigaciones con total transparencia. No podemos renunciar a los progresos científicos. Pero, al tiempo, debemos preocuparnos para hacer de ellos, exclusivamente, el mejor uso posible.