El ajedrez del Rey
Hay un forcejeo cada vez más perceptible alrededor del Rey, en el juego de ajedrez en el que España anda metida. Hace diez días, el Partido Popular propagaba su “temor” a que Felipe VI no diese el encargo de investidura a Mariano Rajoy, ante la evidente soledad parlamentaria del Partido Popular. No era lo que parecía.
Más que un “temor” era un “deseo”. El mal disimulado deseo de que el jefe del Estado le ahorrase a Mariano Rajoy el sinsabor de tener que declinar tácticamente el encargo, proponiendo motu proprio una segunda ronda de consultas. Rajoy no quiere quemarse en el Congreso y pretende acentuar las graves contradicciones en el Partido Socialista a propósito de la política de pactos, una vez oído el rompedor ofrecimiento de Pablo Iglesias.
Felipe VI optó por la prudencia. Le comentó al diputado valenciano Joan Baldoví que pensaba seguir el “orden natural”. Baldoví, hombre locuaz –buen diputado–, lo explicó a los periodistas. Quedaba desactivada la maniobra envolvente. El Rey le ofreció verbalmente el encargo a Rajoy y este lo declinó, sin retirar su candidatura, con el consiguiente coste de imagen. Peor habría sido para él acudir al Congreso y salir derrotado en las dos vo- taciones de investidura. Desde aquel viernes 23 de enero las cosas le han ido mal al presidente en funciones. La soledad manifiesta y el escándalo de Valencia.
Puesto que la Constitución no prevé un encargo automático al partido más votado, el pasaje de la investidura concede al jefe del Estado español una amplia facultad interpretativa. “El Rey, previa consulta con los representantes designados por los grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del Presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno”. Eso es lo que dice el artículo 99.1 de la Constitución. El Rey escucha, toma nota, interpreta y encarga. También puede esperar y solicitar más cocción.
En toda labor de interpretación hay creación de realidad. La Constitución autoriza al jefe del Estado a formatear el tiempo político cuando los números no están claros. Puesto que la historia de España es la que es, la actual monarquía constitucional sabe que ha de actuar con finura, sin tentaciones alfonsinas. El Rey debe oler la olla de los garbanzos para saber si el guiso está a punto, acaso probarlo un poco, sin utilizar demasiado el cucharón, y perdone el lector esta imagen garbancera y galdosiana.
Diez días después, el grupo dirigente del PP sigue sin reclamar el encargo –la soledad de sus 123 diputados no se ha modificado–, pero no desea que lo reciba ahora Pedro Sánchez. No vaya a ser que la liebre escape, esquive el abundante fuego graneado –ayer, la filtración de las intervenciones más críticas a su política en el comité federal del sábado–, rompa la barrera de los barones, logre subir a la tribuna del Congreso, consiga la abstención de Ciudadanos, provoque que a Podemos le tiemblen las piernas, y salga del Parlamento con un gobierno socialista en minoría y la llave para convocar nuevas elecciones.
Diez días después del Rajoy declinante, el Rey ha de volver a jugar un ajedrez sutil en el país del aquí te pillo, aquí te mato.
La Constitución autoriza al Rey a interpretar; y en toda interpretación hay creación de realidad