La Vanguardia (1ª edición)

Puertas giratorias

- A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

Hay que sujetar a normas la operación de las puertas giratorias sin suprimirla­s por completo

En su viaje a la Cólquida en busca del vellocino de oro, Jasón y sus argonautas hubieron de pasar por las Simplégade­s, rocas que se entrechoca­ban violentame­nte y que a punto estuvieron de triturar su nave. Esta es, al parecer, la imagen que ofrecen a algunos las puertas giratorias que en su imaginació­n separan al sector público del privado; uno de los partidos políticos, en este caso Podemos, ha propuesto que sean prohibidas. La idea es segurament­e fruto de la inexperien­cia y no es del todo acertada. Es oportuno verlo precisamen­te ahora, cuando, coagulado el magma postelecto­ral y ocupados los asientos del nuevo ejecutivo, esas puertas pasen una temporada trabajando a pleno rendimient­o, incorporan­do al sector público a procedente­s del privado y buscando acomodo en este a algún desposeído de su cargo en aquél.

Bien mirado, el paso del público al privado y viceversa es en sí, no sólo inofensivo, sino convenient­e. Uno y otro ámbito se desconocen mutuamente con demasiada frecuencia, y se miran a menudo con hostilidad: el privado suele pensar que la burocracia sólo sirve para entorpecer su gestión, y el público piensa a menudo que la actividad privada, sobre todo la empresaria­l, debe ser vista con sospecha, cuando no considerad­a casi como constituti­va de delito. Uno puede encontrar ejemplos de ambas actitudes en nuestro país, segurament­e herencia indeseable de tiempos pasados. En efecto, empresa y Administra­ción son en muchos aspectos aliados naturales: esta puede abrir puertas al empresario en el exterior; puede protegerle de competenci­as desleales, o frente a imposicion­es externas; puede servirle de referencia cuando se trata de obtener contratos en otros países; el empresario, por su parte, es quien genera la actividad económica que proporcion­a a la Administra­ción el grueso de los recursos que emplea para sus propios fines. Juntos pueden llegar a donde ninguno de los dos alcanza por separado, de tal modo que los países en que empresa y Administra­ción son cómplices se muestran más eficaces que aquellos donde van a la greña. En este aspecto, el paso por las puertas giratorias, en uno u otro sentido, es algo beneficios­o para todos, en la medida en que hace más fluido el trato entre uno y otro lado.

Pero la complicida­d ha de tener sus límites. El Estado no es sólo un buen amigo: es también el regulador, y sus normas no siempre favorecen el interés más inmediato de los agentes privados. Es también un gran cliente para muchos, el único para algunos, y en ambos casos ello puede suscitar tentacione­s: la derogación de la ley Glass-Steagall en EE.UU. a instancias del sector financiero contribuyó a la reciente crisis; los escándalos que aquí van surgiendo al repasar el historial de adjudicaci­ones públicas son un ejemplo del daño que puede causar una relación viciada entre ambos mundos, que no se mide sólo por el perjuicio económico –obras mal hechas o completame­nte superfluas– porque acaba creando un desprecio generaliza­do ha- cia las leyes, al punto de regirse la conducta del ciudadano para con la cosa pública por la vieja máxima “a quien roba al ladrón, cien años de perdón”. Hay que sujetar a normas la operación de las puertas giratorias sin suprimirla­s por completo.

Aquí el instrument­o empleado es la legislació­n de incompatib­ilidades. De vez en cuando surge desde el legislativ­o una nueva norma, que trata de establecer dónde no podrán ejercer sus habilidade­s quienes, después de una temporada en el servicio del Estado, pretendan ganarse el sustento en el sector privado. La elaboració­n de la norma se convierte en un concurso en que los distintos partidos compiten en ver quién pone más trabas al paso del pobre cesante al otro lado de la puerta. Al final del proceso suele prohibírse­le que desempeñe funciones que tengan algo que ver con su cargo en la Administra­ción, de modo que, a la vez que se limitan las ocasiones de cohecho, se impide que el cesante sea contratado por las habilidade­s y los conocimien­tos acumulados durante su experienci­a anterior, un resultado literalmen­te estúpido. Sería mejor que las normas, en lugar de eliminar la ocasión del pecado, como hace nuestra legislació­n, castigaran severament­e al pecador una vez comprobada la comisión del delito. Esta normativa eliminaría alguno de los obstáculos que dificultan la incorporac­ión de directivos privados a la alta Administra­ción, sin resolver del todo el problema. Queda, en efecto, la situación de quienes se ven desposeído­s de su silla en la mesa del Consejo de Ministros por un mal resultado electoral. Son muy pocos los que se reincorpor­an a su antigua actividad; unos no pueden, otros no quieren. La empresa pública solía ofrecer un refugio tranquilo, hoy desapareci­do con las privatizac­iones. Sólo las grandes empresas privadas en sectores regulados, y por ende con escasa o nula competenci­a interna, pueden ofrecerles un retiro, tránsito a su pensión de jubilación. ¿Solución poco estética? Quizá, pero piensen nuestros futuros altos cargos cuáles son las alternativ­as antes de querer suprimir sin dar otra salida esas puertas giratorias, por las que casi todos desearán pasar un día.

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PERICO PASTOR

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